Ahí donde murió Gilda, ahí nació su Santuario. En ese lugar desierto a orillas de la ruta donde ocurrió el accidente, vibran la belleza simple del amor devoto y la energía poderosa del milagro. La gente camina en silencio entre pequeños altares con velas y flores. En una construcción modesta de material descansan las evidencias de los sueños cumplidos. Cada quien le entrega su ofrenda: llaves de casas y patentes de autos, cartas, fotos, vestidos de novia y camisetas de fútbol. Todo está ordenado y clasificado con celo y primor. Cuando sube el río es imposible llegar hasta el fondo, donde están los restos del colectivo. El lugar está rodeado de tejido. Ahí se abrazan las diamelas y las madreselvas, y los fieles enganchan flores de plástico y pañuelos, y agradecen las promesas cumplidas. Sobrecoge la devoción de la pobreza esperanzada. Cada tanto, el saludo profundo del bocinazo de un camión derriba el silencio y hace estallar la emoción desde el pecho hasta las lágrimas. Entre imágenes de Cristo y de Vírgenes milagreras sonríe Evita con el pelo suelto y se hinca de rodillas hasta el último marxista.
Yo también estaba ahí cumpliendo una promesa. Cuando nació mi hijo, tras varias operaciones que vencieron lo imposible y después de un embarazo de diez meses, un reconocido neuropediatra le diagnosticó hidrocefalia y anunció una pronta meningitis. Háganle estudios para ver como sigue el tratamiento, pero no hay otra, el bebé tiene cinco días y el perímetro cefálico duplica el perímetro torácico, nos dijo. La noticia nos noqueó y nos dejó incrédulos y lívidos, inmóviles en el centro del espanto. Llegamos a casa con el futuro estaqueado. La tele conmemoraba el segundo aniversario de la muerte de Gilda y recordaba sus milagros. La conexión fue inmediata, y mientras mi Santa cantaba No me arrepiento de este amor, mi promesa cayó con la fuerza de un hachazo sobre la Tierra.
Al día siguiente, sin sacar turno ni cumplimentar la burocracia de la obra social, irrumpí en la clínica con mi bebé en brazos y rogué, supliqué, imploré por una resonancia. Un médico cuyo nombre guardo en el mejor lugar de mi memoria se disculpó ante la cola de pacientes que lo esperaban, me llevó a un consultorio, me pidió que me tranquilizara para poder explicarme, y como no lo logré, se comunicó telefónicamente con el neuropediatra. De inmediato entendió la gravedad del tema. Sin anestesia va a ser imposible, el bebé se mueve mucho, me dijo, y me pidió que le dé la teta hasta que se durmiera. Un rato después, Martín entraba al resonador en brazos de Gilda y de Morfeo. Tras varios siglos que duraron cuarenta y cinco minutos, el médico volvió diciendo que la resonancia de la cabeza era normal y que no había podido hacer la de columna porque el bebé se había despertado, pero que la buena primera noticia disminuía considerablemente las posibilidades de meningitis. Yo me había quedado viviendo en mi tragedia y le pedí tantas veces que me dijera la verdad que el hombre perdió la paciencia y la elegancia, y me dijo: – mire señora, le estoy diciendo la verdad, si usted quiere tener un hijo hidrocefálico, hágase cargo. Así que ahora vaya, saque un turno y vuelva la semana que viene, o no ve la cantidad de gente que me está esperando.
Por supuesto que volví al otro día y por supuesto que el médico me estaba esperando: nunca un hombre me conoció tan rápido. Hizo la resonancia faltante y se libró de mí diciendo que todo estaba bien, que el bebé era cabezón y nada más, que semejante diámetro cefálico era perfectamente compatible con una gestación de diez meses, y que no había riesgo de meningitis. Yo me fui con mi pequeño E.T. en brazos, y él se quedó sin saber que sus palabras abrían paso a la leyenda de una curación milagrosa.
Me fui acercando a ella. Me apasionó la historia de esa chica de clase media y colegio católico que construyó su carrera artística con su propio talento y con su propia belleza, por fuera de los estereotipos –rubia y tetona- que los hombres y la cumbia esperaban, mientras estaba casada y criaba dos hijos. Me maravilló su vida, tan regular como extraordinaria, que no quedó exenta de la tensión de abrirse paso en un género musical cooptado por varones. Gilda llevaba su canto con la misma alegría a pequeños estadios, clubes de barrio y penitenciarías. Reina plebeya con minifalda roja de charol, santa laica con coronita de flores, tanto reversionaba el Jesucristo de Roberto Carlos como le cantaba al novio “Fuiste” o le decía al marido “Te cerraré la puerta en la cara, para que aprendas” Nos dejó temas inolvidables como Paisaje, Un amor verdadero, Corazón valiente, Ámame suavecito y tantos más. Luego de su muerte y como parte de su leyenda mantuvo viva la llama ganando discos de Oro, de Platino y de Doble Platino. Hoy coreamos sus temas en las marchas «Cómo libera la marea feminista, como libera la marea antimachista, como libera la marea del deseo, como libera la marea ni una menos» Ah, sí, y también corean sus temas en la cancha.
Inexperta en milagros y morosa en promesas, demoré más de diez años mi primera visita a la casa de Gilda. Fui con mi hijo, mi sobrino Juanito -por entonces dos niños- y varias amigas. Iba aferrada a los ombligueros que me entregaron tras los partos de mi hija y de mi hijo: eran mi ofrenda. Llegamos con el ánimo alto, entre recuerdos y carcajadas, todas dirigidas a la persona de una tal Paula, sus exageraciones, sus papelones y esa rara costumbre de guardar ombligos secos. Nos bajamos del auto y empezamos la caminata en silencio. A poco de andar teníamos los pies al ras de la garganta. Yo, que iba tan sólo a agradecerle y a cumplir mi promesa, desconocía que iba a llegar a un lugar que exudaba la vibración del milagro con semejante fuerza. Ninguno de nosotros lo imaginaba. Agradecele, dale esto y pedile algo que desees con todo tu corazón, le dije a Martín, entregándole un ombliguero blanco con su propio ombligo. La risa se le había quedado adentro del auto y obedeció, casi beato. Y pidió. Pidió sin sospechar que en menos de un año su pedido se cumpliría de la mano de Gilda y de Kudelka. Juanito, también en trance, me dijo: tía, yo no traje nada para darle. ¡Qué sé yo donde estará mi ombligo! Dale este, respondí, y le entregué un ombliguero rosado con el ombligo de su prima Luciana. Así, despojada de mis ofrendas, seguí caminando entre flores y velas mientras hablaba con Gilda largo y tendido, de mujer a mujer, y le contaba de mi vida y de mis proyectos. Entonces una nueva promesa volvió a caer sobre la Tierra con la fuerza de un hachazo. Fui al auto, busqué mi pañuelo verde y lo até en lo alto, ahí donde se abrazan las diamelas y las madreselvas.
Texto: Paula Condrac