ARTE Y COMIDA | Graciela Audero
«La manía por relacionar arte y comida, guían a la autora en un viaje hacia el pasado en el que la comida y la representación artística de los alimentos, su distribución en el espacio y su función social, nos ofrecen una instantánea de las tensiones económicas, sociales y espirituales de cada época.»
Síntesis por Nicolás Artusi
En mi eterno retorno a los días en que era un niño fácilmente impresionable, la imagen de La última cena vuelve hambrienta de ser recordada: una réplica del cuadro de Leonardo da Vinci, colgada en un pasillo lateral de la iglesia de mi colegio. Con su genio divino, Da Vinci me ofrecía información valiosísima sobre la modestia, el ayuno y la piedad. (…) Nada sobra: en la mesa ni en el cuadro. El arte y la comida están unidos desde mucho antes de que a algún moderno se le haya ocurrido pintar con mondongo. (…) Gracias a la profesora Graciela Audero me entero de que en Perú otra versión de La última cena se exhibe en un convento: colgada de la pared, la obra del jesuita Diego de la Puente se ahorra la modestia y muestra a Jesús rendido ante un manjar limeño de naranjas, peras, manzanas y un cuy, el roedor adorado por los incas, en reemplazo del cordero pascual. (…) Alguna vez leí que la buena comida anula el tiempo. Si el esteta delirante pudiese encontrar un motivo de insomnio imaginando la cena imposible entre Da Vinci y Warhol, yo me rendiría a otra ensoñación diurna: (…) me distraigo de mis cuitas pensando que estoy invitado a recorrer una pinacoteca infinita donde cuelgan de las paredes los más diversos manjares que nadie podrá probar jamás, sólo mirar, lo que podría ser una cruel forma de penitencia al pecado de la gula, aunque sea visual.
ADELANTO
La comida de La última cena
Todas las religiones emplean motivos iconográficos referidos a la comida. En la religión cristiana, la última cena de Jesús es un episodio emblemático que se reproduce desde los orígenes de la Iglesia en mosaicos, tapices, manuscritos iluminados, vitrales, frescos, óleos, dibujos, grabados y artesanías populares. Los grandes pintores universales —el Greco, Tiziano, Durero, Tintoretto, el Veronés, Leonardo da Vinci, Rubens, Goya, Dalí— han representado la mesa que Cristo compartió por última vez con sus discípulos. La escena ha ornamentado y ornamenta cenáculos y refectorios de conventos, retablos, ermitas o templos del universo católico. Y en cada período y lugar de la historia ha incorporado elementos singulares de las épocas y culturas de las que ha surgido.
De vacaciones en Perú visité el conjunto monumental San Francisco de Asís, en Lima, cuyo convento exhibe en el refectorio un lienzo del siglo XVII: La última cena del Señor, atribuido al sacerdote jesuita belga Diego de la Puente. La pintura, de grandes dimensiones, es una recreación que representa a Jesús junto a sus apóstoles con toda la simbología católica. Sin embargo, me sorprendí al comprobar que, además, comporta elementos poco frecuentes en la última cena: mesa ovalada, niños sirviendo a los personajes principales, el padre eterno en la parte superior y otros, que cada guía del museo explica con una versión distinta. Aunque lo que más retuvo mi atención es que Diego de la Puente incorporó comidas limeñas de su época: naranjas, peras, manzanas y alimentos alusivos a la mitología andina: el cordero pascual es suplantado por un cuy, un roedor de la sierra peruana, deidad adorada por los incas. También, un vegetal representativo de la poderosa cultura inca: un rocoto.
Y, en el Centro Artesanal Santo Domingo, de Lima, frente a la iglesia y convento del mismo nombre, entre los santos dominicos peruanos Santa Rosa de Lima, San Martín de Porres y San Juan Macías, las capillas y los nacimientos, advertí «últimas cenas» que se repiten en diversos materiales: madera, piedra, yeso, cerámica, según adaptaciones de la iconografía colonial española hechas por artistas y artesanos indígenas o mestizos, que se reproducen hasta hoy. En la actualidad, se fabrican para clientes locales y extranjeros, y se destinan al culto católico, a devociones familiares o como suvenires turísticos. Respecto de estas imágenes, no olvido el encanto de la pequeña escena de la última cena, modelada en cálidos tonos de tierra en la cual tanto Cristo como los apóstoles lucen, todos, rasgos faciales indígenas, están vestidos a la usanza típica de Los Andes y algunos portan el chullo (gorro) tradicional. Sobre la mesa: la bolsa con las 30 monedas de plata que Judas Iscariote recibe como soborno para traicionar a Jesús; pan y vino; y pescados que no citan los evangelios. El pescado, alimento incorporado durante la Edad Media, es símbolo de vida nueva y de resurrección, conceptos transferibles al plano espiritual.
En realidad, las representaciones de la última cena están llenas de símbolos, contenidos unos dentro de otros. La última cena es la recreación de la Pascua judía originada en dos antiguos ritos: el sacrificio de un cordero por los nómades para proteger al ganado de los peligros del desierto y la ofrenda de un haz de cebada por los campesinos para agradecer la renovación de la naturaleza en primavera. Pero desde que el pueblo de Israel volvió del exilio en el siglo vi a.C. fue la fiesta de la libertad, celebración del fin de la esclavitud de los judíos a manos de los faraones egipcios, en la que se comía un cordero acompañado con pan ácimo, y hierbas amargas evocadoras de los tormentos hebreos.
Sobre la base judía se superpuso la visión cristiana del episodio, que muestra la institución de la eucaristía mediante la cual Jesús, ocupando el lugar simbólico del cordero pascual, se consagra ante Dios como ofrenda para salvar a los hombres.
Según San Lucas, la noche de la última cena, Jesús se puso a la mesa junto a los apóstoles y «Tomando el pan, dio gracias, lo partió y se lo dio, diciendo: Éste es mi cuerpo, que es entregado por vosotros; haced esto en memoria mía. Asimismo el cáliz, después de haber cenado, diciendo: Este cáliz es la nueva alianza en mi sangre, que es derramada por vosotros» (Lc 22, 19–21).
La escena ratifica el vínculo creado entre los presentes, así como una formalización mediante la comunión que utiliza dos productos básicos de la Judea de hace dos milenios: pan ácimo, recuerdo de la esclavitud sufrida por los judíos, y el vino, escenificación de la nueva alianza que Dios cierra con los comensales de la cena y que sella con la sangre de su hijo. La misa católica es esencialmente la celebración del rito eucarístico.
Son incontables los símbolos involucrados en la red de reglas y tabúes socialmente aceptados en la alimentación que permiten establecer distinciones clasistas, identitarias, religiosas… condicionando la representación y la moral del imaginario colectivo. De este modo, una exquisita bondiola de cerdo braseada supondrá para un judío o un musulmán una visión tan nauseabunda como podría ser para nosotros ver un perro cocido al horno. Un asado de ternera a la parrilla constituirá un retrato tan trágico para un hindú como sería para nosotros ver un roedor al destapar una olla. No obstante, el conjunto de sistemas simbólicos de cualquier cultura tolera espacios para la readaptación de sus formas con el fin de mantener su vigencia a través del tiempo, como en el caso del óleo de Diego de la Puente, que agrega un cuy y un rocoto, alimentos desconocidos por el mundo judío–romano del tiempo de Jesús.
Creo, por mi parte, que es posible cualquier recreación artística de la comida de la última cena porque el cristianismo es la única religión monoteísta que no tiene prohibiciones alimenticias.