– ¿Vos sos la que pone el título?
– Sí.
– A mí me gustaría algo así como: «El teatro me acompaña a vivir».
– Ya salió en otros lados…
– Uh, lo dije muchas veces. Es verdad. Pero es que ésa es la frase que me define.
Silvana Montemurri nació en Santa Fe en 1951. Calabresa, colorada, actriz, ariana e hija única: el combo tiene la potencia de un tifón. Hizo cine, pero su nervio es el teatro. «Estoy ensayando una obra, si querés después te cuento», se entusiasma.
Érase una vez una niña demasiado tímida. La señorita insistía: «Vos tenés que actuar», le decía. El rojo trepaba hasta sus mejillas y no había talco que lograra disuadirlo. Pero la maestra no abandonaba la lucha. Su portafolio estaba siempre repleto de ideas teatrales. «Cuando estudiábamos los egipcios, por ejemplo, nos hacía disfrazar y jugar como si viviéramos en esa época. Teníamos 8, 9 años. Y en esa especie de ambientación y juego de roles que hacía para que el estudio nos resultara más placentero, me fue metiendo algunas fichas», reconoce Silvana.
Ana María de Cecchini fue su seño desde primero hasta séptimo grado en la escuela Beleno. La que le tapaba la vergüenza con polvos y la subía al escenario de prepo. La escena se traslada ahora veinte años más acá. Corren los años 70, Silvana termina de actuar en el Café Concert y le dicen que hay una mujer que quiere saludarla. No tiene idea de quién puede ser: su tía dijo que vendría otro día, no hay otras candidatas posibles. Sale intrigada y se encuentra con aquella señora: «¡Cómo me hiciste sufrir! Y ahora tengo que pagar para verte…», la saluda. Se abrazan, vuelven a conectarse. «Mi señorita, maravillosa», la evoca hoy, con el traje de actriz ya calzado.
Silvana dice que actúa desde que recuerda. Se crió en Santiago del Estero entre Francia y Saavedra. En el barrio había amigas, pero en casa había todo un mundo: daba clases a un auditorio vacío, hablaba al aire, interactuaba con seres imaginarios. Se hacía llamar Cuqui. «Una vez mis papás me empezaron a llamar para ir a comer y yo no respondía. Ellos a los gritos, y yo nada. Me llamaban por mi nombre, pero yo era Cuqui: nunca les iba a contestar», alza los hombros como quien se defiende de una acusación absurda.
Las amigas más grandes, como reza la historia universal de las amistades barriales, le hacían burla. «Me daban masa cruda para comer, y ellas se comían las masitas crocantes. Yo masticaba y les decía: ‘¡Exquisita!’ Minga que les iba a dar el gusto», se ríe. Experiencias como ésa sirvieron para cosechar amistades de toda una vida, y también para foguear una vocación.
Los veinte años llegarían con un vendaval bajo el brazo. El rojo de las mejillas se apagó un día y el carácter fue encontrando sus cimientos. «Para entonces había empezado a hacerme la humorista en grupos de amigos y esas cosas. Me proponen si quería trabajar en un café concert. Era 1971, yo tenía 20 años y me gustaban mucho el teatro y el cine. Dije que no, por supuesto, pero insistieron. Así empecé, en el Noemí Café Concert, con Chiri Rodríguez Aragón, Felipe Cherep, Duilia Ciuffo, Miguel Flores. Éramos una banda, y yo la más chiquita, la protegida».
A la rutina del trabajo como empleada pública le contraponía la magia de subirse a las tablas. No estudió formalmente: aprendió en la cancha, de la mano de grandes maestros: Hugo Maggi, Chiri Rodríguez, Juan Carlos Rodríguez, Jorge Ricci, Rafael Bruza, Lito Senkman.
«Me voy a España», les dijo un día de 1974 a un par padres que vieron, desesperados, cómo su vida se convertía en una tragedia shakesperiana. Ellos siempre habían apoyado. «Fue tremendo. La hija única se les iba, ni siquiera sabían si iba a volver. La muerte de la madre de Bambi era un poroto al lado de esa escena», sonríe compasiva. Un año después, con la experiencia inolvidable a cuestas, volvería al barrio y echaría raíces definitivamente.
A la hora del repaso pasa por la mente una galería eterna de personajes. Ella se detiene en uno: la madre que interpetó en «Una tragedia argentina», la obra de la Comedia Universitaria 2008 que dirigió Senkman. «Esa mujer culpable, tremenda… La soledad de esa mujer me marcó. Es un momento entre tantos: cuando la luz se va cerrando y todo está sangrando, vos sentís que estás sosteniéndote sólo de una mano, la mano de Dios. Es un instante muy fuerte», resume.
«Otra cosa que me ha pasado es que cada vez que el público aplaudía, me agarraba una mezcla de angustia y alegría y se me daba por llorar. El teatro es muy fuerte. Nunca hay una función igual y está todo a flor de piel todo el tiempo», define.
Una mirada al curriculum: en 2013 recibió el premio Podestá a la trayectoria, que otorga el Senado de la Nación y la Asociación Argentina de Actores. En 1995, el Premio Máscara otorgado por la Municipalidad de Santa Fe. En 1997, Premio a la mejor actriz por «La cantante calva», del Festival Nacional de Teatro de Santa Fe. En cine fue dirigida por Emilio Toibero, Jorge Polaco, Juan Carlos Arch y Ariel Gaspoz (no estrenada aún). Y trabajó en «Secretos del mar dulce», dirigida por Lautaro Ruatta e Iván Oleksak. En televisión se recuerdan sus trabajos bajo dirección de Sergio Fasola; en «La oficina» y, en 2012, en «¿Quién mató al Bebe Uriarte?», con dirección de Juan Pablo Arroyo, Alejandro Carreras y Gastón del Porto.
En teatro pasó por «Viste espectáculo para no ver» (1972), «Juan Moreira Super Show» (1973), «Los Mamelli con bombos y platillos» (1975), «Todo junto y de una vez» (1975), «Los disfrazados» (1979), «Inodoro Pereyra, el renegau» (1980), «Verde y negro» (1983); «Las criadas» (1985), «Extraño juguete» (1986) y «Narcisa Garay, mujer para llorar» (1988), «El difunto» (2005), «Una tragedia argentina» (2010) y «La penúltima oportunidad» (2011), entre otras obras. Ahora prepara «El vuelo de la mosca», que estrenará en setiembre en la sala Marechal, con dirección de Senkman.
«Lo bueno del teatro es que nunca es igual. Cada función es única, y no podés corregir. Vos nunca vas a hacer la misma función, y nunca vas a ver la misma función. El teatro te acompaña a vivir, es así, perdón que insista. Es algo que te involucra como persona, completamente».
Nació en el Hospital Italiano, es soltera, dueña de una memoria a prueba de lagunas y de unos ojos transparentes como el cristal. Dice que le hubiera gustado estar más acompañada: tener hermanos. Y que la vida la compensó con muchos y buenos amigos. Suele tener buen humor, pero cuando se enoja las paredes tiemblan. «Prefiero una persona severa y frontal a una taradita que se ría de todo y de la que nunca sabes bien qué está pensando», explica. Cuando ve una obra la va dirigiendo mentalmente: le han propuesto ocupar ese rol, pero siempre terminó jugando con las cartas de la actuación. Arrastra como un carro pesado la vieja deuda de hacer un unipersonal: a esta altura se le terminaron las excusas, pero siempre aparece una coartada salvadora. El desafío sigue ahí, como un reflector que va delimitando la escena.
CRÉDITOS: Natalia Pandolfo
FOTOS: Pablo Aguirre