Shotaina’ ha aparecido como un nuevo planeta en el universo literario. Un planeta cuyo centro está en todos lados y su circunferencia en ninguno. Un planeta de significaciones y rítmicas culturales tan necesarias, tan indiscutibles, tan inexploradas como cualquier otro universo donde el espíritu cobra cuerpo a través del lenguaje.

Un planeta que se ajusta al nuestro y se le parece terriblemente porque está habitado por hombres y mujeres. Un planeta tremendamente sensible en todas sus dimensiones, tensado por cientos de años a través de la madeja de mitos de la historia. Hilvana allí en la mirada sobre el otro, anuda en el arquetipo del «salvaje americano», zurce en el emergente del acto creativo capaz de enlazar un proyecto de vida comunitario.

Quienes exploran este planeta no piensan dar, en mucho tiempo, otro testimonio más que el vívido recuerdo lleno de bellezas aparentes y tesoros compartidos; ya que sus propios protagonistas, los jóvenes Qom, no pretenden calcular su peso inusitado ni determinar su trayectoria o potencial atracción sobre nuestro mundo. Al contrario: a ellos les bastará con vivir dentro de él «como tobas de nacimiento, como recolectores de miel del espíritu», como un signo más de su lengua madre, el Qom l’aqtaq. Una lengua de una potencia mágica, cuya sustancia contiene todos los sabores, las sabidurías, las emociones del alma humana y su peso profundo que no ha podido medirse aún más que con palabras.

Yo no presentaré, tampoco, una lengua que no me pertenece. Sólo puedo narrar cómo era mi vida, cómo era el mundo antes de que esta antigua lengua originaria gritara tiernamente shotaina’ (estoy aquí).

Pero no es todavía tiempo de hacerlo; y creo más útil tratar de convidar al lector de una obra tan próxima como lejana, tan clara como oculta, tan libre como sometida al influjo de formas, sonidos y elementos fugaces… tan fugaces que no sería posible asirlos más que con cierto encantamiento de tejedor que une, en el espíritu, lo que en la superficie nos fuera fragmentado. Que otros, no convencidos aún, escépticos en su mirada —aunque igualmente seducidos— intenten leer Shotaina’: descomponer sus palabras en sílabas, en letras, (¡aún en moléculas!) para hacer nuevas síntesis y sintaxis sin poseer la trágica conciencia —ni el remordimiento siquiera— de que este libro constituye un fragmento de los estados del alma de sus autores.

Por mi parte, me limitaré a insistir sobre algunos aspectos del libro que me han impresionado particularmente, extendiendo esas reflexiones hacia la lengua Qom como rítmica cultural, como experiencia colectiva, como universo mágico y sensible de significación.

No es necesario subrayar el poder artístico que una empresa como ésta exige, los medios técnicos que pone a la obra. Un solo ejemplo: el desenvolvimiento de la lengua crea un sistema de relaciones muy sutiles y nutridas donde el trabajo del libro encuentra sus verdaderas dimensiones en la naturaleza onírica del relato. Una naturaleza literaria tan viva, tan necesaria, que contiene los sueños de todos los sueños de los tobas: desde la preocupación de un joven Qom por los débiles latidos de un gran árbol, al canto de un ave al cielo al haber sido salvada su vida. Símbolos elegidos singularmente en la plenitud del amor a las cosas inmediatas (un ave, un árbol, el susurro del viento), por estos jóvenes artistas como imagen luminosa y móvil de su destino; que equilibra universo y espíritu, naturaleza y entidad, en el secreto y silencioso retorno de las comunidades aborígenes a su hogar.

Por eso, el libro en su conjunto, describe una acción o movimiento «del mundo cerrado al universo infinito». Es la materialización de saberes ancestrales Qom y su forma, integral y armoniosa, de contarlos con toda la fuerza de su existencia y con toda la debilidad de su condición humana.

 

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Texto: André Cettour

Fotos: Marilyn Romero

Nombre de sección: Diversidad cultural

Edición: N° 88