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Mi Lanzallamas y yo nos conocimos viendo una película de ChuckNorris.

Yo pensé: cómo me gustaría bajar de un helicóptero con mi camisa rasgada y mis bíceps marcados, gritar, mostrar los dientes y ver cómo todo arde en llamas. ¡Hola! Me dijo mi Lanzallamas, que apareció humeando en la silla de al lado. Yo lo abracé como a un amigo y le convidé del pochoclo que tenía entre mis piernas. En ese momento se selló para siempre nuestra amistad.

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Mi Lanzallamas y yo salíamos a caminar por el barrio. Era el barrio Los hornos, donde me crié y mi Lanzallamas lo sentía muy familiar. A él le gustaba mucho ir al basural a ver la incineración de los residuos. Yo solo acabaría con todo esto, decía, pero le daban piedad los chicos que deambulaban por ahí buscando comida. Él no conocía lo que era comer pero desde ese momento los dos tuvimos hambre de justicia.

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Mi Lanzallamas era un lanzallamas solidario, escaso en su especie. Prendía rápidamente los carbones para el asado, hacía humo en el patio para espantar avispas y se autoencendía en invierno, cuando nadie se lo pedía. Al principio estuvo celoso del magiclick pero después lo terminó adoptando como un cachorrito y le enseñó los principios del fuego:

I-  Lo más importante es el calor, no el fuego. No somos importantes. Somos un medio para algo mayor.

II-  No incendiarás a tu padre ni a tu madre.

III- Amarás el agua, tu enemigo, como a ti mismo.

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Las tardes de lluvia no podíamos salir porque la mínima gota lo resfriaba. Después andaba como una garelli ahogada que no conseguía arrancar. Entonces nos quedábamos en casa viendo tele y comiendo pochoclo, como la vez en que nos conocimos. Una tarde vimos un noticiero transmitiendo en vivo: una autobomba rompía una huelga con potentes chorros de agua helada. Él quería estar ahí, se moría de ganas. Yo lo agarré de la mano y le dije que se quedara tranquilo, que él podía hacer sus propias batallas, que los dos sabíamos de qué lado estábamos.

 

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Entonces dijimos juntos podemos cambiar el mundo y salimos a caminar por la ciudad, a ofrecer calor a los más necesitados. Mi Lanzallamas andaba a kerosene, que era lo más barato que se conseguía. Mucho después tuvimos que pasarlo a gas. Para él fue como si lo jubilaran o como si se hubiera quedado impotente.

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Mi Lanzallamas tenía serios problemas de identidad. A veces creía provenir de un volcán en la cordillera, otras veces de una fábrica de armamento Iraní. Estaba muy confundido. Después se entristecía ante el desconcierto de su origen. Era como un chico huérfano y no podía aceptar a Chuck como su padre.

Yo lo consolaba diciendo que después de todo, para un Lanzallamas, vivir en Los hornos era algo que tenía sentido. Eso lo tranquilizaba. Después decía que si hubiera podido elegir otro destino, a él le hubiera gustado moldear vidrios y metales.

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Así y todo, Mi Lanzallamas había madurado antes que yo. Cuando cumplí los quince tuve una crisis y quise salir a matar a todos. Pero él se autoapagaba cada vez que yo quería usarlo con esos fines: nosotros éramos para encender, no para apagar. Cuando yo ya no podía pensar él siempre tenía la palabra justa.

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Cayó en un pozo depresivo cuando descubrió su sello Made in China. Encima de ser un arma, era un arma berreta, decía. Esa vez yo no encontraba palabras para ayudarlo, así  que me quedé en silencio y confié en que el tiempo haría su trabajo. Comenzó a recuperarse cuando descubrió que antes, mucho antes, los chinos escribieron cosas como el Tao. Entonces empezó a inventar historias en las que creyó hasta hacerlas propias: dijo haber estado en las batallas de Normandía y Pearl Harbor, enlistado en las tropas balcánicas del Mariscal Tito, en la resistencia de Stalingrado y en la guerra de Vietnam, donde conoció a Chuck. De él decía que parecía fuerte pero que en el fondo era otro niño, indefenso como todos, que encontraba refugio en filmar películas bélicas.

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Relatar su historia completa merecería un capítulo aparte. Los vecinos de cada barrio se sentaban de chinito en torno a él y lo escuchaban como al Buda. En cada esquina que él visitaba reinaba una paz fraterna y sus enseñanzas todavía me acompañan. Lo importante es el calor, no el fuego. No somos importantes. Somos un medio para algo mayor. Fuimos hechos para encender, no para apagar. Amarás al agua, tu enemigo, como a ti mismo.

Crédito: Diego Oddo