Muchas veces se ha dicho cómo las tecnologías formatean nuestras vidas cotidianas, regulando los modos como organizamos las experiencias. Tal vez sea caer en un lugar común pero, llegado el tan esperado período estival, asociado en estas costas a las licencias laborales y escolares, repensar el impacto que produce en el descanso lo digital, en el marco de imperativos culturales actuales, puede resultar al menos llamativo.
Lejos estamos de lo que en otras épocas se conocía en el ámbito de las ciencias sociales ligado a la psicología, específicamente, al psicoanálisis, como las “neurosis del fin de semana” más propias de la modernidad ordenada entre el tiempo del trabajo y el tiempo del ocio. A diferencia de los conflictos que podía generar el tiempo “libre” cuando implicaba afrontar la relación con el placer en sociedades disciplinarias, somos hoy testigos de licencias de lo productivo sin alternativa para el malestar. Cual quita penas las tecnologías se encarnaron en las almas para desarrollar al estilo de algunas ficciones taquilleras, cuerpos robotizados despersonalizados o inteligencias digitalizadas sin cuerpo, organismos que entonces funcionan con lógicas ajenas a lo humanamente conocido hasta ahora. Son las paradojas de la ciencia devenida dogma, la que nos da en la misma medida que nos quita y en cualquier caso nos ubica frente a la elección de ser sujetos u objetos de sus descubrimientos.
Cuando ser productivos se volvió el único sentido posible, olvidamos el valor del tiempo libre y progresivamente el descanso se tradujo en pérdida y la pérdida en vacío innombrable, silencio insoportable, soledad extrema. Si ponemos atención veremos que frente a un blanco en la pantalla o una pausa en la estimulación, la sensación de falta se transforma en vacío y “automáticamente” entramos en “modo ahorro de energía” o se “reinicia el sistema”, en el mejor de los casos. Así como leemos el clima que parece transcurrir sin mediaciones ni matices, del sol al granizo y del calor al frío, las emociones nos invaden sin primaveras ni otoños y los pasajes y transiciones se diluyen enfrentándonos entre polos extremos.
Expuestos a la violencia de estímulos masivos y entonces violentados e irritables, saturados de información y entonces, desinformados, habituados a la velocidad y la intensidad que sólo las herramientas digitales pueden procesar aunque pretendiendo seguirles el ritmo, nos vemos sobrecargados, excedidos, impotentizados y aún así, sometidos al mandato cultural de reproducir estas lógicas hasta estallar nuestra humanidad. Frente a este exceso el tiempo de licencia aparece como un oasis lejano al que sólo podemos acceder más o menos días al año pero siempre imaginamos a varios miles de kilómetros de distancia.
Así es que nos escuchamos decir “amo Venecia… no la conozco”, “mi lugar en el mundo es Grecia… vivo en Santa Fe”. Frente a semejantes expectativas, las opciones parecen ser que “se caiga el sistema”, la “desconexión”, o el retomar lo peor y sobradamente fallido de las repuestas manicomiales de antaño tales como “las curas de sueño”, las curas por “exposición al sol”, o el molde digital actual del “conectarse” con el mismo desenfreno con el que se vive el tiempo del trabajo pero esta vez en el tiempo “extra”. La industria del turismo nos ofrecerá sus “cajitas felices”, paquetes de viajes para consumirnos hasta lo que no tenemos.
Con todo y sin resto, al terminar podremos continuar la carrera hacia ningún lugar retomando la rutina laboral mientras elegimos qué nuevo plan de financiación contratar para redoblar la travesía por esquivar el blanco cotidiano o de las vacaciones y los fines de semanas, vividos como catástrofe.
La pregunta que emerge es si podríamos interrumpir esta carrera por responder a los mandatos culturales y encontrarnos con los afectos y el deseo en el descanso sin traducirlo en desconexión y/o consumo o conexión ilimitada. ¿Podremos ser sujetos de nuestro tiempo (tanto del tiempo de trabajo como del tiempo libre) o caeremos en ser objetos del mercado y las tecnologías, como ideal al que debiéramos igualarnos?
Tal vez con la colección de fotografías que acumulamos y publicamos en las redes sociales intentemos registrar experiencias que sentimos in – creíbles. Es probable que en tiempos digitales la existencia virtual opere como reaseguro de una existencia que solicita la devolución de tantos “me gusta”, como disgustados nos sentimos con nuestros proyectos. Hay quienes dicen que la fotografía es el modo de registrar instantes que de lo contrario se pierden para siempre, un modo de hacer presente lo ausente, de hacer memoria. Y como en los tiempos del consumo la pérdida no está de moda, no podemos perdernos nada y entonces tratamos de mostrar todo. Quizás este exceso de imágenes opere como testimonio de escenas que no logramos incorporar como propias, no logramos sentir que estuvimos allí, no confiamos en que nos creerán o en que podremos contar con palabras lo vivido, pretendiendo plasmar todo no conformándonos con algo. Las tan ansiadas devoluciones de los otros parecen funcionar como reaseguros de que allí estuvimos.
Tan pronto como se nos corta la electricidad o el cuerpo nos reclama el alma con el dolor físico de la existencia, o el alma reclama un cuerpo donde humanizarse, entonces en el mejor de los casos podemos por fin decir, “mi lugar en el mundo es el cuerpo donde intento ser, los afectos con los que vivo, el trabajo con el que me proyecto y el descanso diario donde me reencuentro con el placer de lo cercano, posible, solo, con otros, vivo”.
Bienvenidas entonces serán las vacaciones del consumo y la desobediencia cultural, para leernos en las producciones que compartimos, para mirarnos a los ojos, para escucharnos, para acercarnos al lugar donde podemos ser y estar, aún bajo la luz de las velas.
Psic. Esteban Olivieri
Mat. Prof. Nº394