La fachada de la casa rompe la linealidad neutra de la vereda y las viviendas circundantes con la hondura de un morado que se eleva desde el suelo y se acerca al cielo para rascarlo. Es un prólogo, nada más, de las historias intensas que relatan los tonos de las obras que cuelgan de las paredes. Adentro, una mujer a la que las palabras no han bastado busca entre pinceles nuevas formas de establecer lenguajes.
Una infusión de granada inunda con el perfume la siesta tardía de la cocina. Es un perfume rojo, si es que cabe el punto de encuentro entre dos sentidos que logran acordar una cabalgata sobre la taza. En el refugio de Stella Maris es posible ese tipo de alquimia porque, viniendo del mundo de la palabra escrita, como toda profesora de Literatura, se ha permitido migrar a los mundos posibles que crean los pigmentos: «Me gusta disfrutar de la vida, de los libros, de los pinceles, del arte, de mi familia, de un cafecito, de amigos, de los pequeños placeres, y, entre ellos, del de pintar».
Así como la palabra va tejiendo historias, algunas fantásticas, otras verosímiles, unas cruzadas por los pétalos y los cuchillos de la poesía, los colores se vuelven herramientas de expresión e invención: «Pinto porque despierta la magia y yo me sumerjo en ella, me envuelve en un torbellino de colores, emociones y sensaciones. El color me toma de la mano como un personaje de novela. Muchas veces los escritores cuentan cómo un personaje, al que habían pensado y elaborado de determinada manera, toma vida propia y comienza su propio derrotero para contar su historia».
Del mismo modo, probablemente, la vida es también esa sucesión de decisiones que irrumpen para modificar el relato lineal que la venía contando y, así, mutar el modo de expresión cotidiana para ensayar nuevos métodos para comunicar y expresar. Los espacios de uso social de Stella Maris están habitados por su obra: abstracta, colorida, intensa, de formatos variables. Atrás de las manchas y las pinceladas puede detectarse un orden, una trama, una especie de realidad que, por onírica, escapa a los cánones de lo concreto y se sumerge en una suerte de sueño donde es posible adivinar formas veladas, paisajes imaginados, personajes en metamorfosis o en clave de acertijo.
La pintura es un proceso como de hecho lo es, también, el ciclo vital: «Tal vez, ante la inevitable pregunta de cómo empecé a pintar, debería decir que en mí no surge como una necesidad vital, al principio. El contacto con lo estético data de mucho antes, desde mis años en la universidad, fundamentalmente con la literatura como eje sobre el que se estructura mi vida. Pasado el tiempo, las aulas, los alumnos, las novelas, las poesías, los análisis estructurales (y no tanto), los caminos alternativos, la fotografía, el cine, la búsqueda del propio ser, un día me encontré con el color. Y, a partir de ese día, comencé a vibrar en sintonía con él. El color conmocionó mi ser. Como si la tela en blanco, el pincel y el color se hubieran ido construyendo a lo largo del camino y se materializaron, manifestándose en mí».
Y en esa extendida carrera de postas, conviviendo con clases, clásicos y vanguardias literarias, descubrimientos estéticos traducidos a otros lenguajes, le llegó la hora a los acrílicos, esa materia con la que ha plasmado la mayoría de las obras logradas. Mientras apura otra taza de infusión de granada, cuenta: «Mis comienzos fueron, te diría, recientes, no más de 8 años. En esa indagación permanente de la mirada que va más allá del ver, me encuentro un día con mi primera maestra, Analía Sagardoy, y comienzo a concurrir a su taller. La pura creatividad se fue manifestando, guiada por su mano y el color, la no forma fue emergiendo casi naturalmente. Y así, el lienzo vacío, silencioso, indiferente, impersonal, se llena de tensiones, pulsiones, deseos y vibración. El miedo al vacío de la tela en blanco desaparece y se convierte en una invitación a sumergirme en ella». En un par de frases, Stella Maris resume dos vertientes necesarias para explicar su creatividad, por un lado, el periplo temporal del hallazgo y, por otro, el viaje creativo que se inicia frente a un lienzo que pide a gritos, o susurra, la estampa que le dará carácter.
La artista avanza sobre territorios del pensamiento y la palabra para explicar, de alguna manera, la sensación que la habita y para hallar la corriente en la cual surcar el arte del mismo modo que una nave atraviesa el agua: «Como dice Heriberto Zorrilla, creador del Esencialismo, en su obra “La cantera interior”, la obra emerge de una zona de misterio y, ya concretada, lleva en sí misma el recuerdo de ese origen… Es una búsqueda de sincronía entre el hacer y el sentir, una incitación permanentemente abierta a la manifestación de nuestro caudal intuitivo, de nuestra capacidad de elegir como ejercicio práctico de la libertad de crear; en suma, de nuestra expresividad».
Eso es el arte como compromiso esencial: la búsqueda constante, el descubrimiento de vetas que cruzan la intuición y los aprendizajes, por eso profundiza en el saber y la experiencia: «Actualmente, además de continuar en el taller de A. Sagardoy, estoy tomando clases con H. Zorrilla y Helena Distéfano, maestros del Esencialismo. Básicamente, me gustaría centrarme en esta idea de cómo la actitud artística va manifestándose y, de alguna manera, nos va convirtiendo en hacedores de espacios pictóricos y, tal vez, provocadores de emociones en ese otro al que la obra interpela».
De hecho, logra el cometido. Desde las paredes la obra dialoga consigo misma en una serie de estallidos de color, y en esa explosión silenciosa, con el aire oliendo a granada, vegetal, frutal, nutritiva, se hacen pases de tonos en una tarde pacífica llena de mundos posibles y de puentes hacia los ojos y las emociones.
Texto: Fernando Marchi Schmidt
Fotos: Leonardo Gregoret
Estilismo: Mariana Gerosa
Edición: N° 78