Naré tiene la memoria de un niño creativo que algunos años más tarde, hecho un hombre, le dedica un monumento para recordar la fundación, cien años antes, de esa avanzada colonizadora sobre el norte santafesino. Historia, pasión, inventiva y símbolo se dan la mano en los actos creadores de una mente incansable que sigue proyectando el arte como una forma irrenunciable de mirar el mundo.
«Ya desde muy chiquito me encantaba dibujar, hoy perfectamente podría hacer de nuevo esos dibujos porque los tengo en la memoria. En mi casa copiaba, inventaba… A los nueve años empecé a pintar con óleos, allá en mi pueblo, Naré», cuenta Hugo Viñuela desde una suerte de confesión de recuerdos en una comunicación virtual, único modo viable de conversación en tiempos de pandemia y cuarentena. La distancia no es impedimento, sin embargo, para que vayan saliendo a la superficie los tonos inolvidables de las memorias.
Del Naré de la infancia a la Santa Fe de la primera juventud, y a la San Justo elegida como morada y territorio de acción, hay un itinerario que acompañó los procesos creativos de un permanente buceador de técnicas y estilos.
«Mi padre no solía decir mucho, era trabajador del ferrocarril, pero mi madre, ama de casa, estaba siempre dispuesta a comprarme materiales y apoyarme.»
Debió ser, sin dudas, el despertar de un llamado poco común en esa esquina luminosa que conforman la llanura y el monte santafesino. Esa vocación llevó al precoz creador a descubrir una geografía enteramente dedicada a los procesos inventivos y, poco después, a la escuela Juan Mantovani, a la que concurrió en simultáneo mientras culminaba los estudios secundarios en la escuela técnica Avellaneda. «La escuela de arte me dio todo, me abrió puertas para todos lados, para conocer la música, la pintura, el cine y la literatura. Estuve en el tiempo de su apogeo con grandes profesores como Supisiche, Fertonani, Matías Molinas, Godoy, Pautasso…» De la etapa formadora a la instancia de enseñanza no hubo obstáculos y, apenas egresado, inició su labor prolífica en San Justo, donde un recorrido por calles y espacios de la ciudad permite descubrir su obra muralista y escultórica, tan vinculada a la minuciosidad de los colores como a la representación simbólica y el afecto al terruño gringo que lo vio madurar como artista y persona.
La voz no le tiembla y es metódico el pensamiento, concreto, contundente, como lo es también la obra, nítida y potente.
Esa posición del tono, inquebrantable, relata algunas de las experiencias más importantes de su trayectoria, cruzadas, además por una humildad incuestionable: «Que me acepten en el Salón Nacional de Dibujo y Grabado con una obra en grafito y collage, en el Palais de Glace, me llenó de orgullo, nunca imaginé que así sería, como tampoco pensé en que me recibirían durante tres años en el Premio Internacional de Dibujo Joan Miró, en Barcelona. El último fue el mejor, de ahí, por selección, por suerte mi trabajo quedó entre las mejores cien obras y terminó en una exposición de Taiwán, de ahí tengo un catálogo espectacular, como un libro».
Parece asombrarse de su propio talento, dejando más a la órbita de la suerte que a la esfera de su capacidad los resultados logrados a través del tiempo. Las horas le han bastado para ejercer la docencia, crear y participar de una fecunda actividad social e institucional de la ciudad que hoy muestra, orgullosa, su obra fecunda en muros intervenidos. No descansa: «Ahora me dedico, más tranquilo, a trabajar en obras para participar de muestras y exposiciones, cosa que tal vez antes no pude tanto como hubiese querido, mientras participo de acciones en el museo, la biblioteca, la cooperadora del hospital, la comisión de estudios históricos, cosas que son parte de mi vida».
La mente de Hugo Viñuela es febril y fabril: piensa y obra, al unísono. Viaja. Los caminos elegidos de alternancia geográfica a lo largo de la vida se empalman con los itinerarios por el mundo. Cuenta que ha tenido la fortuna de conocer de cuerpo presente gran parte de los lugares y obras que enseñó en sus prolíficas clases. Lo dice no como los que se vanaglorian de sus periplos sino casi como al pasar, como una anécdota de circunstancia. Si hay algo que a este artista no le resulta fácil es la referencia de sí: «Me cuesta muchísimo hablar de mí, no es algo que haga con gusto. Siento que he tenido la suerte de llegar a lugares del mundo vinculados a una de mis materias preferidas, la Historia del Arte. Cuando pienso en lo que tengo que hacer de aquí para adelante pienso en seguir viajando, porque esa es una de mis pasiones».
En el taller de Hugo Viñuela se cuece el arte con la proporción justa de los materiales. Todo es una apuesta a la vibración del color y al impecable respiro del trazo, sin rastros de errores, si es que los hubo en algún momento sobre la expectativa del soporte. El testimonio fotográfico así lo señala: orden, pulcritud, minuciosa proporción. La atmósfera de ese espacio relata también al artista y lo nombra. De allí, y de su imaginación inagotable, han salido los proyectos y las obras que, como en el cuento mitológico de los extravíos y las señales, van dejando rastros para hallar el camino que siempre lleva de vuelta a la seguridad del arte como pasión y salvación.
Texto: Fernando Marchi Schmidt
Fotos y audiovisual: Gabriel Durdos y Roy González
Estilismo: María de los Ángeles Angeloni
Nombre de sección: Perfiles y Personajes
Edición: N° 81