Norma Cuevas es la mamá de Ana María Acevedo. Su hija estaba embarazada y tenía cáncer: los médicos del Hospital Iturraspe le impidieron el aborto, con la falsa promesa de que los dos seres saldrían vivos. Su caso es un símbolo de la lucha feminista por el derecho al aborto legal.

 

Tiene el tatuaje, lo tiene borrado, semidibujado en el brazo. “Yo me lo pinto siempre, hoy me olvidé”, dice y muestra el tatuaje, el rostro de su hija, el rostro que le quitaron de las manos y que ella lleva en su brazo, invencible.

Habla bajito Norma. Bajito y rápido: hay que atender cada palabra y tratar de hilarla como corresponde. “Así me tenían, de acá para allá”, dice, sentada en las afueras del Hospital Iturraspe de Santa Fe, en la placita que ahora lleva el nombre de su hija, símbolo y marca a fuego del olvido, del desprecio al que no tiene, total está ahí, tirado en el pasillo, molesta cuando barren pero nada más —o casi.

“A mí me la mataron”, repite, y da vueltas la historia desde 2006 para acá como una media y no encuentra el cómo, no encuentra el por qué, “si yo les decía que se me iba a ir y no me escuchaban, dejaban pasar un día, dos, tres, y yo esperaba porque ellos son los médicos, ¿no? Yo no sabía a quién preguntar pero preguntaba, preguntaba igual, y ellos me decían que esperara, que ya iba a pasar”.

Y pasó la muerte como todo un vendaval. Se llevó a Ana María y también a la vida que tenía en su vientre. “Me prometían que me las iban a salvar a las dos y me devolvieron dos cadáveres”, dice Norma y se mira el tatuaje.

 

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Ana María Acevedo era de Vera, tenía 19 años y tres hijos. Murió en 2007, luego de un largo periplo: médicos y autoridades del Hospital Iturraspe se negaron, fuera de toda ley y basados en sus creencias religiosas, a realizarle un aborto terapéutico.

El calvario de Ana María comenzó con un dolor de muelas, continuó con un tumor y terminó en la muerte porque, debido a su estado de gestación, no era posible brindarle la quimioterapia que necesitaba para combatir el cáncer. La salida de emergencia era el aborto: se la bloquearon con cruces.

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“Yo ahora estoy con los chicos de ella, ya son grandes, dicen que quieren ser abogados para que se haga justicia con su mamá. Yo les cuento pero ellos me dicen que deje, que ya no quieren escuchar. No quieren saber nada pero dicen que cuando sean grandes van a querer. El otro día lo pesqué a uno llorando en el patio”.

Norma saca una foto y muestra el patio de tierra y señala una pequeña construcción de barro: esa era la casita de ella. “Ahora vive otro de los míos, la mejoró y la hizo de material” —dice, y que ella se fue más lejos, más al campo, con los bichos, los chanchos, a trabajar y a tratar de no pensar tanto.

“Yo ahora aprendí, conocí gente, sé con quién tengo que hablar pero, en ese entonces, no tenía a nadie. Veníamos acá con mi marido, él me acompañó siempre, nos quedábamos en los pasillos y a veces poníamos cartones porque hacía frío. Y a ella no le faltó nunca nada: yo le compraba el pan acá enfrente”, señala la panadería, ajena a todo dolor en esta tarde de invierno y de sol.

Pocas horas después, la historia se escribirá con letras mayúsculas: la Cámara de Diputados de la Nación dará media sanción al proyecto de interrupción voluntaria del embarazo. Mientras tanto, sentada en el banquito de la plazoleta, con el mural de su hija de fondo, Norma revive momentos. “Mirá si son, le han borrado los números”, señala la pared. Debajo del rostro de Ana María están los números de las socorristas, que alguien se encarga sistemática y obsesivamente de tapar con cal, como si la catarata de la historia pudiera frenarse con un dedo inquisidor.

 

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Norma no tuvo asesoramiento de ningún tipo. El caso de su hija salió a la luz después de que Ana María fuera sometida a una cesárea, el 26 de abril de 2007. Ya estaba en Terapia Intensiva “en estado premorten, es decir, con una marcada insuficiencia respiratoria y falla de órganos”, según explica el médico Emilio Schinner en el expediente clínico. La criatura que dio a luz, de 22 o 23 semanas de gestación, sobrevivió 24 horas. Ana María murió el 17 de mayo.

Su caso llegaría a los estrados internacionales y se convertiría en una de las banderas de miles de mujeres que, el 13 y 14 de junio, inundaron las calles con una marea verde para reclamar la legalización del aborto.

Antes, en la serie de debates previos por la que desfilaron miles de disertantes, Norma se animó y habló. Sus palabras conmueven por la sabiduría de lo natural, de lo instintivo.

“Quince días de embarazo tenía, y el cáncer recién empezaba. Ahí yo empecé a pelear para que le sacaran el embarazo, para que le pudieran hacer la quimio. No le quisieron sacar. Me decían que me querían dar las dos vidas. No hubo forma. Y yo les explicaba que ella no era sola, ¿me entiende? Ella tenía tres hijitos para pelear. Los hijos la esperaban en casa”, dice, enrollando y desenrollando un papel que luego leerá frente a todo el país, aunque pocas veces en su vida haya leído en voz alta.

“Dejaron que pasara el embarazo y recién a los seis meses le sacaron la criatura por cesárea. Duró 24 horas. A los 14 días, ella falleció. La abandonaron como a un perro. A ella no le dieron la oportunidad de la vida. Mi hija ahora está donde no tenía que estar”, le cuenta a los legisladores y a los otros que van a ir a hablar del tema desde la ciencia, desde la religión, desde la política.

“Yo quiero que se permita el aborto para que a ninguna otra mujer le pase lo que le pasó a mi hija. Ni una. Que los curas no se metan en la vida de la persona. A mí los curas me trataron de asesina”, les recuerda. Y luego lee un poema, lee como puede, con cada palabra arrancada entre los dientes. Y la aplauden, la aplaude gente importante, ahí en el Congreso de la Nación, en Buenos Aires. Norma enrolla su papel, pega media vuelta y se va, temblando.

 

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“Los días que yo pasé acá…”, señala el hospital de fondo, enorme, monstruoso, descascarado, y recuerda rostros y nombres de médicos que pusieron la vida del feto por encima de la de su hija.

“A la Ana María me la mataron”, dice otra vez y saca otra foto, el vientre y la mandíbula hinchados casi a la par. Una imagen densa, imposible, inolvidable.

Otra foto va más atrás: Ana chica, con túnica de comunión y un cura al lado. “A mí un cura me trató por radio de asesina. Fui a querer hablar con él y no me quiso recibir. Me dijo que tenía que pedir audiencia. La pedí y no me la dio nunca”, escupe con la fortaleza de quien sabe que el silencio no es camino.

“Yo ahora tengo a los chicos, por ellos lucho. Y por las chicas, para que nunca más ninguna pase por lo que pasó mi hija”, resume. Se acomoda el pañuelo lentamente, dice nunca más: el nudo insiste en caer hacia la garganta. Ella se levanta despacio, se cierra la campera de buzo y se despide. En pocos días se vota la ley en Diputados y Norma quiere mirar a la historia cara a cara, con sus ojos enrojecidos.

 

Texto: Natalia Pandolfo

Fotos: Pablo Aguirre

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