A finales del siglo XIX la obsesión literaria de ir al pasado adquirió pretensiones científicas. Borges, Cortázar, Bioy Casares, Gorodischer y Oesterheld son algunos de los escritores que han abordado el tópico, cada cual a su manera. Ahora, las novelas de Kike Ferrari y Juanjo Conti le otorgan una nueva vitalidad
Digamos que la primera vez que la idea de viajar en el tiempo se metió en la mente de los lectores fue en 1887, cuando Enrique Gaspar publicó El anacronópete. Así se llamaba el dispositivo revolucionario, una caja enorme de hierro fundido que funcionaba a través de la electricidad y permitía a los pasajeros moverse en el tiempo. ¿Adonde viajan los protagonistas? A la batalla de Tetuán en 1860, a la Granada de 1492, a la China del siglo III, a la Pompeya del Vesubio en el año 79, a la época del profeta Noé. El motor es la aventura, a tono con las novelas de Julio Verne. Siete años después, esa obsesión literaria se “modernizó” y comenzó a ser narrada como posibilidad científica, con La máquina del tiempo (1895) de Herbert George Wells. Ahí está todo: ciencia ficción, aventuras, filosofía, adoctrinamiento, redención, distopía. Cuando, en la novela, el viajero del tiempo le muestra el artefacto a sus amigos, les dice: “Subido a esa máquina tengo la intención de explorar el tiempo. ¿Está claro? Nunca he hablado más en serio en toda mi vida”. No le creen, pero sienten una profunda fascinación. ¿Esa fascinación sigue existiendo dos siglos después?
Paradojas a la argentina
“La ciencia ficción argentina no existe”, escribió Elvio Gandolfo en el prólogo de una antología del género en 1978. Como buenos hijos del realismo, el drama político determina nuestra identidad y todo parece nutrirse de esa herida. Es en ese sentido que los viajes en el tiempo suelen aparecer menos bajo la forma de la máquina transportadora que de las paradojas existenciales. En la novela de 1940 de Adolfo Bioy Casares, La invención de Morel, un grupo de personas, mediante un desarrollo científico, se vuelven inmortales pero viven eternamente el mismo día haciendo exactamente las mismas cosas. La eternidad como victoria contra el tiempo. El narrador es un escritor venezolano que huye de su condena a prisión perpetua y llega a una isla. En un momento de su estadía, nota que arriban unos turistas. Los sigue, los espía, anota todo lo que ve en su diario. Una de las turistas se llama Faustine. Se enamora. La observa en el acantilado todas las tardes. Un día, luego otro, luego otro. Las escenas que observa parecen calcadas, se repiten iguales. Intenta hablarle pero ella no responde. Es un holograma.
La idea de “el otro” aparece en varios cuentos argentinos. Uno es El otro cielo, que forma parte del libro Todos los fuegos el fuego (1966) de Julio Cortázar. El protagonista vive en Buenos Aires en 1945 y también en París de fines del siglo XIX. Por momentos está con su novia Irma y trabaja en la bolsa porteña, y al rato está en las galerías parisinas de la Belle Époque con Josiane. Pero es Borges quien lleva más a fondo la idea de la duplicación del yo y del clon. En El otro, publicado en El libro de arena de 1975, el narrador, se encuentra consigo mismo. Le pregunta dónde vive, le responde que en Ginebra. “En tal caso —le dije resueltamente— usted se llama Jorge Luis Borges. Yo también soy Jorge Luis Borges. Estamos en 1969, en la ciudad de Cambridge”. Antes, en el ensayo Nueva refutación del tiempo de Otras inquisiciones (1952). decía: “El tiempo es la sustancia de que estoy hecho. El tiempo es un río que me arrebata, pero yo soy el río; es un tigre que me destroza, pero yo soy el tigre; es un fuego que me consume, pero yo soy el fuego. El mundo, desgraciadamente, es real; yo, desgraciadamente, soy Borges”.
En 1979, Angélica Gorodischer publica Trafalgar, un libro de cuentos donde el protagonista es Trafalgar Medrano, un hombre de negocios, rosarino, que viaja por la galaxia buscando oportunidades comerciales. En el quinto relato que integra el volumen, El mejor día del año, Trafalgar cuenta su aventura en Uunu, el planeta donde sus habitantes viven conscientes de la existencia de diferentes tiempos. Allí, en 24 horas, vive cinco días en diferentes tiempos: un día despierta en un hotel tranquilo, otro el planeta está en plena guerra civil, otro está en la edad de piedra. Cada día es una época diferente, como si viviera en un eterno zaping por los canales de la historia. “Lo que en realidad coexiste no es el tiempo, un tiempo, sino las infinitas variantes del tiempo. Por eso los neyiomdavianos de Uunu no hacen nada por modificar el futuro, no hay nada que modificar. Porque en una de esas barras, de esas variantes, de esas ramas, los Capitanes no llegan al poder. En otra el que llega al poder es ser Dividis”, se lee en ese cuento. Es una buena paradoja: si todas las realidades posibles coexisten, ¿para qué unificarlas?
Una vez dijo Gorodischer, en referencia a La máquina del tiempo de Wells, que la “paradoja fundamental” es que “si me voy al pasado y mato a mi abuelo antes de que se case con mi abuela, no nazco nunca, no existo. Pero si no existo ¿quién es el que va al pasado a matar a mi abuelo? Si no existo nadie va al pasado y mi abuelo se casa con mi abuela y tienen hijos y yo soy uno de los hijos de los hijos y por supuesto, existo. Si existo soy el que va al pasado y mata a mi abuelo y así sucesivamente”. Luego, dio otra paradoja más: “Soy varón de padre desconocido. Voy al pasado a averiguar quién se acostó con mi madre y me engendró. Busco a mi madre y mientras tanto conozco una muchacha, tenemos un romance, me acuesto con ella y engendro un hijo y esa muchacha que cambió de nombre y de ciudad cuando supo que estaba embarazada fue mi madre y yo soy mi propio padre. Si seguimos con los ejemplos podemos llenar páginas y horas”.
Nuevos viajes, nuevas novelas
“No hay nada más hermoso, perturbador y desequilibrante que un hombre atrapado por una obsesión”, escribe Kike Ferrari en Todos nosotros. La novela publicada en 2019 por Alfaguara tiene un argumento similar al de Stephen King en 22/11/63, en el que Jacob Epping viaja a 1963 para evitar la muerte de John F. Kennedy —de allí el título del libro—, aunque es mucho más ambicioso. El rescatado es León Trotsky, revolucionario ruso exiliado en México que en 1940 es asesinado por el sicario español y agente de la NKVD soviética Ramón Mercader del Río. La novela no tiene un protagonista sino que se configura de forma polifónica y en varios registros. José Daniel escribe su novela, Mario sus recuerdos, Olga su crónica, Karen sus mensajes, El Gordo Felipe Caballero su testamento. Es El Gordo un ex militante trotskista que se obsesiona con un proyecto tecnológico y que, nutrido por una delirante cantidad de pastillas cotidianas, crea una máquina del tiempo. Dicho así, el argumento parece inverosímil, pero el libro, con todas sus capas de sentido, con todos sus personajes, escenarios y registros, se vuelve adictivo.
El Gordo muere, pero deja todo listo. No sabe si la máquina va a funcionar, la duda está, pero el plan parece perfecto. Y el objetivo también. “Lo que es innegable es que evitar su asesinato serviría para la construcción de una corriente revolucionaria muy otra a la salida de la II Guerra Mundial. Ahí sí sería reformulada la cuestión de la derrota del ‘socialismo real‘ y el ‘triunfo del capitalismo‘”. Es un libro político, donde viajar al pasado con una misión política implica entender el curso de la historia y sus posibilidades truncadas. Es un libro de aventuras porque Mario tiene que adoptar otra identidad, la de un mexicano de los años cuarenta, y saber que quizás volver al presente sea imposible. Es un libro histórico porque la construcción de los días previos de Mercader del Río a cometer el asesinato son muy detallistas. Es un libro de ciencia ficción porque incluso los objetos tienen su protagonismo, su sensibilidad. Y es un libro sobre sobre la amistad porque viajar en el tiempo es cumplir el sueño de su amigo muerto y homenajear las noches de heavy metal, militancia y cerveza de la adolescencia: “La amistad es el primer comunismo”.
En Las iteraciones (Contramar, 2019), Juanjo Conti comienza escenificando el futuro cercano. Juan Andrés Stiven, alias Stix, un programador octogenario que vive de la ayuda social, piensa qué hacer con sus “celdas”. Hace cinco años vio en vivo y por televisión el primer viaje en el tiempo. Ahora, en ese presente, la máquina se convirtió en “un bien más para el consumo”. Solicitando un permiso y completando datos —no nos libraremos de la burocracia en el futuro—, se puede acceder a un viaje. Stix comienza con ambición, pero el sistema sólo le permite viajar un año al pasado y a Montevideo y a “mirar el Río de la Plata” y por quince minutos. En la cola del lugar donde le darán su reloj para hacer el viaje conoce a un tal Kaufmann, un colero que se hace pasar por otro usuario para venderle “celdas” del mercado negro y así poder viajar más tiempo y más lejos. A partir de allí, el protagonista hace uso de sus habilidades de programador romántico del siglo XX —”ahora los programas son ‘escritos‘ por niños que mueven objetos en la pantalla con la mente”— para convertirse en un hacker en la era de los viajes en el tiempo.
La primera parte de la aventura es colectiva: Stix junta a sus amigos de la infancia, otros octogenarios descartados por el sistema, entre tiernos y cínicos, y se ponen a filtrar noticias falsas para un grupo guerrillero que, día a día, pierde hombres en las calles en combate. Es cierto, dicen, trabajan para intereses que desconocen, pero que, al menos, no reproducen la insólita desigualdad reinante. Luego está la aventura personal: Stix siempre estuvo enamorado de Soledad, una compañera del secundario que murió el día después de que él se sacara con Mariana, quien lo hace profundamente infeliz. Ahora, su objetivo, además de cambiar el mundo, es viajar en el tiempo y salvar a Soledad y declararle su amor. “¿Cómo se le explica a alguien en pocos segundos todo el amor que se tiene contenido?” El plan se vuelve una cadena: viaja hasta su yo de 35 años para que su yo de 35 años viaje hasta su yo de 25 años y de pronto todo es una gran confusión atrapante donde queda una certeza: quizás lo mejor es dejar las cosas tal cual están. Juanjo Conti construye una gran historia de ciencia ficción pero también una buena novela de amor.
Salvar el mundo
Quizás el gran viaje en el tiempo de la literatura argentina lo hace la historieta El Eternatura, creada por el guionista Héctor Germán Oesterheld y el dibujante Francisco Solano López y publicada inicialmente en la revista Hora Cero entre 1957 y 1959. La historia relata una invasión alienígena a la Tierra y una tormenta de nieve tóxica. Juan Salvo, el protagonista, que vive con su esposa y su hija, recibe la visita de tres amigos: Favalli, Lucas y Polsky. Mientras juegan al truco, la radio da una noticia: una gran explosión en el Océano Pacífico. Luego se corta la luz. Se asoman por la ventana y ven un verdadero desastre: cadáveres, autos chocados y una especie de nieve luminiscente que cae en copos redondeados desde el cielo cubriéndolo todo. Ven cómo los vecinos salen a la calle y mueren ni bien tocan la nieve. Polsky, desesperado por saber cómo estaba tu familia, sale y muere en el acto. Piensan y piensa, entonces Favalli, profesor de Física, crea un traje aislante. El encargado de salir al mundo, conseguir suministros para sobrevivir en la casa y ver qué es lo que realmente está ocurriendo es Juan Salvo, El Eternauta.
Pero la verdadera historieta empieza antes. Un preludio, una introducción, una especie de capítulo 0. “Medianoche, mucho frío, apenas alguna pareja taconeando ligero, estrellas remotas. Adentro, mis libros, mi soledad”, se lee en la primera página, en una de las viñetas. El propio Oesterheld está en el estudio de su casa escribiendo un nuevo guión para una historieta. De pronto, una imagen se proyecta ante él y después un cuerpo. Es Juan Salvo, El Eternauta. Viene del futuro, un futuro distópico, destruido, espantoso. Le cuenta todo y se va. Cuando Oesterheld, dibujado en su propia historieta por Solano López, recobra el sentido de la realidad, se pregunta: “¡Entonces es cierto! ¡Todo lo que El Eternauta me contó sucederá de aquí a dos años! Todo ese espanto, toda esa muerte. ¿Será posible evitarlos publicando todo lo que El Eternauta me contó? ¿Será posible?” Entonces, empieza a escribir la historia.
Este recorrido —sin pretensiones historiográficas, porque seguramente deja textos afuera— choca con el universo LIJ y un libro titulado El viaje de Gaia, publicado en 2014 por Espacio Santafesino Ediciones, que acentúa este imaginario en la mirada ecologista. La historia la escribió Pablo Rodríguez Jáuregui y fue adaptada por Cristina Martín con ilustraciones de Melisa Lovera, de Gonzalo Rimoldi y del propio Rodríguez Jáuregui, que dirigió la película. Una nena de diez años con máscara de gas recorre una Santa Fe devastada. No hay gas ni carbón ni árboles. Ya no se produce electricidad, la nafta se agotó y el sol no se ve. El mundo es un museo de la destrucción. Entre la pila de chatarra tecnológica y bajo un cielo irremediablemente contaminado, encuentra un libro. Lo lee: hay animales y plantas extintas. Cuando vuelve, su abuelo Nicolás, prototipo del científico loco, le muestra su invento, un “colectivo-mulita”, la máquina del tiempo. La misión: viajar al pasado y concientizar al mundo sobre el uso de las energías de la Tierra. Es un viaje de aventuras con una moraleja vital que, página tras página, abre la esperanza de la utopía necesaria.
Tal vez no sea necesaria la máquina en el tiempo para viajar al pasado. Antes —o mejor dicho: siempre— estaba el método natural: el recuerdo. Quizás todo comenzó en Cuento de Navidad (1843) de Charles Dickens, donde un viejo egoísta y adicto al trabajo recibe la visita del fantasma de su amigo que murió hace siete años, para viajar juntos a su infancia y entender por qué tanta maldad, por qué tanta avaricia. Es un viaje en el tiempo, al fin de cuentas. Unas décadas después se escribe la quizás primera novela que aborda el tema con claridad: Un yanqui en la corte del rey Arturo (1889). Allí Mark Twain hace que un supervisor de una fábrica de armas de Connecticut vaya a la Britania del siglo VI. Aunque no hay máquina del tiempo, el viaje existe. Luego el siglo XX lo desarrolló mejor con la ciencia ficción —Ray Bradbury, Philip K. Dick, Robert Heinlein, Stanisław Lem y Isaac Asimov, entre tantos otros— y esa obsesión literaria, ya científica, nunca nos abandonó. “El hombre llegó a la luna, es posible que llegue a otros planetas, pero de viajes en el tiempo, hasta ahora, nada”, dice Sebastián Robles. Es cierto: hasta ahora, nada.
Fuente: Infobae.