Antes de que existieran los puentes, estaba el río. Mansa en la canícula, hinchada con las tripas  llenas de peces y la piel cruzada por camalotes, la fuente era ya inagotable aunque soliera parecerse a un hilo breve de agua en el fondo de un lecho amarillo.

Antes de que el tren cruzara la herrumbre de unas vías efímeras sobre la laguna estaban las sandías y los melones, las aves de corral en el patio, los perros en las calles sin vereda, los silencios de la barranca y los cangrejales.

Entonces el mundo estaba recién creado. El cosmos era un parto luminoso de nubes en retirada, un silbido de animales inmediatos e invisibles, un rehogo de cebollas, el primero, el inicial, el fragante recuerdo repetido luego como un juego de espejos olfativos.

Y ahí se asentaron los artistas, sobre la tierra virgen, sobre la hembra indómita y sensual, para sorberle despacio la esencia hasta volverla mansa en el pincel y la palabra.

Se han visto en el discurrir lentísimo del tiempo, en el zigzagueo demorado de las horas, unas miradas detenidas en el cielo o en el agua, en las esquinas viejas de una cuadrícula colonial, en las farolas de una plaza que aromaban los naranjos, en el estío invariable de la costa que se echaba sobre el agua como un animal sediento.

Advino un segundo génesis, el de la poesía, el del relato, el de los colores en el lienzo o el cartón, el de la inspiración creativa, el de la transformación del mundo original, el imperio de ángeles y demonios que dejaban la fronda o el desierto para asentarse con sus plumas y sus garras en los pechos ansiosos y contemplativos.

Entonces el mundo conoció otros mundos posibles. Y vieron que todo eso era bueno. Pero ni así descansaron.

 

Crédito y fotos: Fernando Marchi Schmidt