El mar tiene gaviotas y la llanura, sus perros. La noche parece la patria de las jaurías.
La llanura tiene perros y el hombre, sus recuerdos.
Están los viajes por el mundo, en esta memoria. Una selva cuajada de monos y víboras y atravesada por un río. La otra orilla fue lejana: los castillos húmedos del desierto irlandés, con la piedra embebida por el lamento de los carneros, el sol despierto en el cielo desproporcionado de la Provenza, la amargura lunática de las aceitunas en la Toscana y la salazón mítica del Egeo donde la mano sensible, al apoyarse en el suelo antiguo podía presentir, todavía, cuatro mil años después, la patada violenta del Minotauro en su laberinto.
Y después el retorno a este lado del mundo, otra vez, pero al Norte, en Mount Desert Island donde en silencio cortaba leña junto a Marguerite, ese amor imposible por la carne repelida. El breve paso por la llanura en llamas dejó el sabor imborrable de la hoguera en la nariz y los ojos, las brasas como sangre en un pelotón de fusilamiento y el Sur gredoso, finalmente, rocalloso de otra isla, oscura y convulsionada, donde los mascarones no hacían otra cosa que dejarse erosionar por el oleaje enfurecido.
Menos caótico fue el deambular bajo los jacarandáes que teñían el aire con su impronta hasta distorsionar los tonos de una ciudad que no se daba cuenta del milagro, casi como ese otro amigo, el de los ojos idos, que invariablemente leía los mismos libros que de joven había devorado porque ellos vivían en su mente como habita el búho en los huecos olvidados de los árboles muertos: mimetizados.
He conocido, invariablemente, la decepción de los viajeros que por vejez, cansancio, hastío o revés de la fortuna, abandonaron ese destino errante de naves generosas que por tierra, agua, aire los llevaron a los confines de esta cárcel enorme que es el mundo, donde una vida sola no basta para darle la vuelta minuciosa. Les quedaba entonces el fuego encendido, como único elemento no recorrido, y allí quemaban sus pasaportes, sus fotos, sus cintas magnéticas con voces que eran un cuchillo atravesando la memoria hasta desgarrar la fibra honda del corazón.
Yo no he recorrido más que los vericuetos de esta casa en el campo, desolada como un navío abandonado. Las millas andadas fueron de palabras amarradas, de signos y de silencio. Mis viajes han sido modestos, todos por dentro. Ellos conviven conmigo, al borde del fuego, donde aún no decido, antes de irme, someter a los libros a la ignominia de las llamas.
Crédito y fotos: Fernando Marchi Schmidt