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El sonido prevalece y eclipsa la mirada. Se escucha, antes de verse, el mecanismo percutor que hunde y saca a la aguja de las profundidades misteriosas donde se cruzan los hilos para afianzar la costura. Nadie sabe los kilómetros de hilvanes ni las marcas invisibles que guiaron las manos para que las rectas o las curvas quedaran acopladas en ese minúsculo punteo de tonos variables.
img_20160721_212202_resultLa luz de la siesta rebota en la tela y la entibia, la acomoda al ritmo febril del pedaleo antes de adquirir su definitiva forma. Las manos vuelan subiendo palancas y bajando pistilos. La máquina es una flor con sus partes metálicas y una fuerza mecánica le trepa de las entrañas. Afuera han de abrir  las magnolias purpúreas sus pétalos de carne para replicar la composición morada de los tejidos.

Otras tramas se pliegan bajo la piel, una pleamar de pensamientos anudados, unidos por los puntos alternados del tiempo, que retrocede a la infancia, se regodea en la inmediatez y cavila en el fin de las eras. La especulación se disloca y se dispara del mismo modo que suelen desbocarse los caballos: internándose a ciegas entre malezas, atropellando y ganando terreno.

Las costuras son cicatrices sutiles en la textura de la tela. No existe modo de ligar las piezas sueltas si no es acudiendo a esas perforaciones minúsculas y sucesivas, discretamente ordenadas, escondidas a propósito para que no se adviertan y que den la sensación equívoca de que por allí no han cruzado la tortura ni el rompimiento ni el desgarro infame de las tijeras. Entre los huesos y los músculos, una telaraña diminuta borda un encaje de paciencia, en las fronteras tibias de las uñas, en el mapa singular de las risas y los llantos. Es donde las fibras se miran en el vidrio de una inventiva que la mente singular les propone.
img_20160721_213655_resultEntre el vestido que la mente imagina y el salido de entre las manos hay diferencias medulares. Puede que no entre en el cuerpo o que la amplitud sea desmedida por mal calculada, que no tape la rodilla porque el ruedo fue exagerado o que la desborde y arruine el efecto de la caída. Quizás oprima el pecho o atente contra el pudor por dejar los senos al aire. Siempre hay un exceso de recortes, una abundancia plegada para subsanar errores, para corregir después de la prueba.

De retazos pegados somos.  Una costura inmortal, atada a hilvanes, siempre un ensayo que espera el pespunte definitivo, que nunca llega.

Crédito: Fernando Marchi Schmidt