Sobrevive en el estuario embaldosado del zaguán del Sur la presencia mítica del jazmín del Cabo, o al Norte, donde las quintas resisten el avance despiadado de la modernidad mascadora de cielos, tapiando la forja de alguna puerta que se herrumbra. Y resucita, transfigurado, con la intrusión de los primeros calores, el perfume de las floraciones blancas. El efluvio no se asienta en la tierra pero sí en la memoria olfativa, la más exacta de todas, en los rastros de una infancia que jamás termina de marcharse.
Los pasos y las manos intuyen el tiempo del hurgueteo en los fondos oscuros de la casa, en los rincones que custodian el imperio de las cosas inútiles. Las cajas no abdican de ese poder oloroso a madera y humedad que las nimba mientras languidece el año y exhibe su delgadez de muerte el almanaque. Entre periódicos, mezcladas con palabras viejas de noticias que nadie recuerda, resucitan las piezas de un pesebre que también, como las flores del verano que recién nace y las quintas que envejecen en las afueras de la ciudad, parecen resistir al olvido definitivo.

Unos despellejamientos dejan al desnudo la materia real disfrazada de lujo. No todo lo que brilla es oro, ni plata ni peltre ni cobre ni bronce ni brocato. Unos dedos ínfimos señalan el cielo, o advierten o acusan o incitan. Unas palmas minúsculas se elevan al pecho en señal de asombro o contemplación o miedo o humillación o culpa. Unas rodillas invisibles bajo los ropajes desmedidos tocan el suelo en pleitesía o cansancio o reposo o reverencia. Adoración o indiferencia, convicción o conveniencia. Las emociones humanas son variables como los celajes y las estaciones. Unos ojos niños se deslumbran y otros, maduros, se pierden en vacíos. Unos más, casi viejos, recuperan el agua de antaño pa
ra brillar, bruñidos como al inicio. La vejez y la niñez se tocan en los ojos, siempre los mismos.

Una galería se enciende con luces flamantes. Intermitentes, los reflejos se deforman en la vajilla y los cubiertos, en el mantel desmayado y los vidrios. Hay algunas ausencias y presencias nuevas que reemplazan a los que se fueron. Así ha sucedido desde los inicios y continuará ocurriendo, de modo indefinido, mientras se unan el río dulce y el río amargo donde se gesta la vida.

La noche está hecha de idas y venidas. No es otra cosa, la noche, la vida, que un animal transformado siempre en sí mismo, repetido.Al final del camino, como al principio, siempre la espera de un suceso maravilloso resplandece.

¿Cuántas veces hay que nacer en esta vida, mutar, resucitar, berrear como un niño parido, florecer, abrir las rejas, repetir los ciclos y los ritos, esperar, abrazar y celebrar? Las que fueran necesarias. Hasta que sean las suficientes.

 

Crédito y fotos: Fernando Marchi Schmidt