Hijo, hermano, amigo, trabajador, compañero, padre, profesor, tallerista, director, escritor, estudiante… son algunos de los seres que conviven en su inquilinato junto con “Alvarito”, “La Rosa”, “Thelma”, “El último rastro”, “Pastore”, su “Adiós a los padres”, el lienzo herido proyectado en un paisaje bordado de historias. Todas y cada una de sus obras y puestas—las habidas y por haber— son convites con los que Julio propone una dramaturgia sensual, que interpela los sentidos a través del gesto épico de poner el cuerpo, revitalizando la acción dramática contra la banalización textual que, por momentos, parece anestesiar la existencia. Ser o no ser, o el teatro que nos partió, haciéndonos más sujetos.

Nos recibe en su casa, en la cocina de su excepcional dramaturgia, la sala de ensayo que guarda el flujo de una vida dedicada al arte de sentir y hacer sentir, desde la escena más cotidiana hasta el escenario más conven

cional.

Abre las puertas de su mundo, con la ansiedad de quien emprende una aventura y el compromiso por transmitir algo del itinerario que, honestidad mediante, sabe, lo implica a él y a su contexto. Acto seguido, anticip

a una advertencia que va a vertebrar el recorrido, teñido del humor que lo caracteriza y refiriéndose a Elsa Guio, su enorme compañera: “Elsita dice que tengo pensamiento arbóreo, lo que significa en términos más o menos coloquiales, que me voy por las ramas”. Basta atender estas primeras palabras para situar el lugar que Julio le da a los afectos, la atención que hace foco en las devoluciones que le importan, la entrega con la que se hace escuchar y se escucha a través de estos otros, asumiendo que lo posible es el fragmento, el sentido escurridizo, la historia que se re-escribe a cada paso.

Conmovido por la música, el radio teatro, el cine y los aires de la revista porteña que tocaban su infancia desde adultos inquietos, la filiación le encarnó la curiosidad por un mundo que parecía habitar la Biblioteca Mitre, del barrio sur, en los 70. Yoga, historia del teatro, actuación y expresión corporal, se fundieron en un clima exigente de riguroso cumplimiento, asociado a una época en la que lo expresivo intervenía la vida cotidiana en todos sus rincones, como recurso para la tramitación del malestar. Fueron sus primeros pasos que, más tarde, de la mano de Ricardo Ahumada, uno de sus referentes, lo llevarían al Profesorado de Letras. Había transitado experiencias de todos los colores y, entre ellas, el laboratorio por el cual durante dos años ensayaron un “Romeo y Julieta”, haciendo hablar cuerpos en bocas signadas y consignadas por el silencio. Con igual empeño, recorrió la construcción más racional de personajes y obras para avanzar en síntesis de lógicas, aparentemente contrapuestas, y lecturas que le dieron el antecedente para cursar la carrera universitaria en Letras desde el 75, en simultáneo con la actividad teatral, la conformación de grupos a estos fines y el arribo desde los 80 a la docencia.

El impacto, frente al encuentro con la diferencia respecto de lo conocido —tras ejercer algunos reemplazos en escuelas distantes a su andar habitual—, renueva en él la instrumentación conjunta de la literatura con el teatro en el campo educativo. Fue este el modo de trabajar el perfeccionamiento docente para el Instituto Superior de Magisterio, donde se constituyó entonces en Jefe del Departamento de Extensión Cultural, desde los niveles inicial al superior. Desde el 85 al 90 dictó clases de Lengua y Literatura en la Escuela Media “Almte. Brown” para desarrollar, luego, los espacios curriculares relativos al Teatro y, desde el 97, asumir, para el Ministerio de Educación, la responsabilidad como Coordinador en el diseño de contenidos curriculares del área Educación Artística para la enseñanza del Teatro. La gestión como Director de la Escuela Provincial de Teatro durante veinticinco años y su participación como miembro del Comité Académico para la Licenciatura en Teatro, de la Universidad Nacional del Litoral, dan cuenta de su militancia.

Simultáneamente al recorrido con el que fue desplegando su pasión en los espacios de educación formal, habilitando líneas de producción alternativas a lo establecido, continuó desarrollando una intensa actividad teatral. De carácter experimental y colectivo, la investigación compartida con sus contemporáneos devino en el emblemático “Teatro Taller”, que abrió una oferta sostenida desde el 82, irradiándose desde el local de “Urquiza y Tucumán” y trascendiendo, hasta la actualidad, con un elenco que se reencuentra en torno a obras, con las que reedita aquel sello fundacional.

Reconocido y premiado a nivel nacional por el Fondo Nacional de las Artes, el Instituto Nacional de Teatro y la Asociación Argentina de Actores, ternado para el Permio “Trinidad Guevara” con Lorenzo Quintero y “Tato” Pavlovsky; con algunos de sus textos publicados seleccionados para hacer temporada en los teatros “San Martín” y “Cervantes”, en donde actores como Rita Cortese, Marita Ballesteros y Gabo Correa —dirigidos por Roberto Villanueva— dieron vida a sus personajes; obras de gira por el interior e, incluso, llegando en ocasiones hasta Venezuela… Julio Beltzer ha multiplicado las máscaras de un teatro santafesino puesto a disposición de las más diversas geografías.

Inquieto por darle espesura a su oficio transitó espacios de aprendizaje en actuación, con el mexicano Luis de Tavira, y experiencias que le valieron ser prologado por referentes de la talla de Ricardo Monti, acompañado en su escritura por el mismo Mauricio Kartum, aventurado con la puesta al abrigo de Rubén Szuchmacher y abrazado por “Tato” —con quien, además, realizó su formación como Coordinador de Psicodrama Psicoanalítico de Grupo, entre los años 93 y 95.

Con un repertorio expansivo y a la vez profundo, trascendente y local, personal y colectivo, comparte y reparte por afectación sensible los recursos que insisten en devolverle a la escena lo más genuino y a las palabras la carne de la que están hechas. Julio “es y se hace”, humano y hacedor de humanidad; se resiste a ser hechura, encarnando a cada paso el drama que mejor cuente la vida, como si fuera la primera vez, respetuoso del latido que el teatro pulsa en su existencia.

Sin pretensión obscena que suponga decirlo todo de él, ni aún intentando agotar una descripción más o menos figurativa, baste reiterar lo que se escucha y respira entre bambalinas: un gran maestro quien habita, cual dínamo poético, el corazón de textos que circulan en las más diversas salas, incontables memorias e innumerables cuerpos.

Nacido en el llano, multiplica sus producciones como la tierra más fértil siendo un enorme gestor de confianza, tal vez porque aún con el vuelo de su anecdotario, continúa vinculado con el suelo en el que se sostiene y del que se nutre. Amigo de la escritura de los cuerpos, el lenguaje que hace litoral a los afectos, la acción que constituye las preguntas más elementales y su extensión deseante, Julio es de esas instituciones instituyentes que merecen declararse patrimonio cultural activo.

Él invita a “Pensar el teatro” y, mientras nos cuenta fragmentos de su historia, resuenan los ecos de una de sus obras, “Adiós a los padres”, en el borde que este autor habilita entre la ficción y lo real: “Sabés lo que pasa, viejo, a mí me gusta el teatro, bah… la vida, la escena, desde siempre; por eso hablo de la muerte, para escaparle, porque a todos nos alcanza y, de golpe, sin que podamos prepararnos. Hablo del teatro y de la muerte porque puedo vivir otras vidas, todas mis vidas… y todas mis muertes… desde que bailé el minué, recité y descubrí esto… (Piensa) que todo empieza ahora y termina mañana, que solo son instantes. Mi vida, finalmente…”.

 

Texto: Esteban Olivieri

Fotos: Pablo Aguirre