Era uno de los tantos sombríos clubes del Harlem más profundo. Era un lugar apagado.

Un lugar donde el arte de la decoración había sido olvidado.

Paredes descuidadas, cubiertas en parte por espejos, el habitual guardarropa con perchas, una barra y mesas a las que les llegaba una tenue luz, que dejaba ver el ondular envolvente del humo del tabaco. Un lugar que con el tiempo sería reconocido como el templo mayor del jazz moderno, era el Minton`s Playhouse.

Sobre el estrecho escenario, un pianista, Thelonious Monk, con gafas oscuras se concentra en los grandes acordes que ejecuta entre expresivos silencios, nunca exento de swing. Los mismos, tienen raíces en el góspel con un fuerte sentimiento de blues, todo dicho en un contexto armónicamente moderno.

Kenny Clarke, constructor de nuevos modelos rítmicos, desde la batería marca el tempo con el plato ride, explotando a su vez todas las posibilidades sonoras de su instrumento, mediante un notable equilibrio entre potencia y suavidad. Su extraordinario dominio de la polirritmia lo puede hacer prescindir del contrabajo, que ejecuta Nick Fenton abocado a mantener la pulsación.

La balada que interpretan es una de las tantas bellísimas composiciones del pianista, suena maravillosamente armoniosa, debido a la destacada complementariedad de los tres músicos.

El tema va llegando a su fin.

Desde la abarrotada sala, se escucha un murmullo. Por la puerta del pasillo que conduce al camerino, ha aparecido un hombre del que cuelga un saxo alto, camina hacia el escenario con soltura, camina con la seguridad de quien sabe que lo suyo es bueno.

Al llegar al escenario la balada ha concluido y ha sido empalmada con un tema muchísimo más rápido, está basado en las armonías de I Got Rhythm. Entra repitiendo tres notas, inmediatamente, busca la melodía principal del tema; el pianista sigue algunas de sus frases al unísono, mientras intercala acorde con su potente mano izquierda. El saxo ha entrado de lleno en la improvisación; dobla el tiempo, con gran sutileza hace que el tema desaparezca y vuelva a surgir, mediante líneas sinuosas, a través de un discurso musical sumamente articulado, todo expuesto con una solidez conceptual que paraliza, que estremece a todos los asistentes. Las frases se suceden, una tras otra, durante más de cinco minutos sin ser repetida una sola idea melódica, eclipsando a un público que permanecía incrédulo.

A una velocidad al límite de lo imposible y una potencia que traspasaba las paredes de aquel recinto, con un sonido quejumbroso, varonil; explotaba la diferencia de intensidad entre las notas, muchas de ellas apenas sugeridas produciendo un swing arrebatador. Con los cambios de registro alcanzaba una tensión conmovedora.

Atravesando el silencio casi sepulcral de la sala, se escuchaban algunos gritos al borde del delirio.

El tema llegaba a su fin, en medio de una eufórica explosión proveniente de aquellos que habían llegado para escuchar al nuevo mesías del jazz.

Era negro, oriundo de Kansas City, no tenía más de veintidós años, tocaba el saxo alto: se llamaba Charlie Parker.

Texto: Mario Rodríguez