En el Romanticismo, se desarrolló la creencia de que Juana I, la reina que nunca gobernó, había enloquecido por la pasión que sentía por su esposo, Felipe “el hermoso”. Un recorrido a través del arte y la historia, entre el mito y la realidad.
No es infrecuente en libros –de divulgación histórica pero no solo– que se suponga continuidad entre los Reyes Católicos y Carlos I –Carlos V tras convertirse en emperador–. Sin embargo, Juana I (1479-1555) fue reina de Castilla desde 1504, cuando murió su madre Isabel, y de Aragón a partir de 1516, cuando falleció su padre, Fernando.
¿Por qué el olvido de la reina Juana?
Un reinado de medio siglo se antoja demasiado largo para que se haya olvidado su existencia y, lo que a la postre es peor, fundamentalmente sea recordada por la leyenda.
La reivindicación actual del papel de la mujer en la Historia ha llegado a plantear que doña Juana fue postergada por su condición femenina. Mas esto no se sostiene, pues su madre sí que reinó y el ordenamiento jurídico en Castilla y Aragón no contemplaba la Ley Sálica, que impedía ejercer el poder a las mujeres. Es más, ella fue jurada reina de Castilla y de Aragón, con lo que esta hipótesis debe ser descartada.
La verdadera razón estriba en su enajenación, lo que le impidió ejercer el poder. Esto no fue una sorpresa en la época y ya la reina Isabel en su testamento determinó que Fernando el Católico se hiciese cargo de Castilla en el caso de que su hija “no quiera o no pueda entender en la gouernaçión”. Algo muy grave debía estar ocurriendo cuando la reina escribió esto en su última voluntad.
Su madre se había visto obligada a limitar los movimientos de la joven infanta cuando aún ni se había concertado su matrimonio.
En 1496 partió para los Países Bajos al encuentro de su esposo, el archiduque de Austria y duque de Borgoña, Felipe apodado “el Hermoso”. La ya archiduquesa parece que se enamoró de su marido, a quien no había visto antes. No tardó en perder la compostura requerida en aquellos tiempos, llegando incluso a atacar a las sirvientas y a supuestas amantes de su esposo. Cuando se calmaba, entraba en un estado de apatía que le llevaba a abandonarse físicamente, e incluso descuidaba sus obligaciones religiosas.
El inapropiado proceder de doña Juana no fue importante hasta que se convirtió en heredera. Era la tercera de los hijos de los Reyes Católicos y no contaba para la sucesión. Pero tras la muerte de su hermano, de su hermana mayor y del hijo de esta, el príncipe Miguel, Juana se vio sucesora de sus padres. Esto agradaba especialmente a su esposo, porque le convertiría, en un futuro, en rey.
De heredera a reina de Castilla y Aragón
En 1501 viajó a España junto a Felipe el Hermoso para ser reconocida heredera por las Cortes de Castilla y Aragón. Tras la jura, insistió en regresar con su esposo a los Países Bajos. Su madre se lo impidió porque la quería en España, al lado de sus súbditos, y la instaló en el castillo de La Mota en Medina del Campo.
Desobedeciendo las órdenes de la reina, se dispuso a dejar su residencia. Como no se le permitió, abandonó sus aposentos vestida inadecuadamente y permaneció la noche en la puerta del castillo. Cuando llegó Isabel la Católica, doña Juana le “habló tan reziamente palabras de tanto desacatamiento y tan fuera de lo que hija deve dezir a madre, que sy yo no viera la dispusiçión en que ella estava, yo no se las sufryera en ninguna manera”. La salud mental de la princesa mostraba síntomas claros de alteración.
Al final regresó a los Países Bajos. Allí, presionada por sus padres y por su esposo, que querían que sirviese a sus intereses antagónicos, pronto su desequilibrio se agudizó. Doña Juana era una persona que mezclaba realidad con fantasía y que se iba apartando de cualquier negocio de Estado.
Su dejación llevó a que Fernando el Católico aprovechase la circunstancia para mantener la gobernación de Castilla. Pero Felipe el Hermoso, que quería ser rey a cualquier precio, consiguió los apoyos de la nobleza y en julio de 1506 Juana I, delante, y Felipe I fueron reconocidos soberanos de Castilla en Valladolid.
Poco más de dos meses después, Felipe I el Hermoso falleció inopinadamente en Burgos. En ese momento la nobleza insistió a Juana I para que se hiciese cargo de los asuntos del reino, pero ella se negó. Finalmente, el arzobispo de Toledo, Cisneros, que se responsabilizó de la regencia, optó por recurrir a Fernando el Católico. Este fue gobernador de Castilla hasta su muerte en 1516. Entonces Cisneros decidió traer al príncipe Carlos, nacido en 1500, para que asumiese los destinos de reino.
Don Carlos fue reconocido soberano por las Cortes de Castilla y Aragón, pero siempre junto a su madre y de manera provisional hasta que ella sanara de sus males. Nunca se curó, sino que empeoró recluida en el palacio de Tordesillas, desde 1509 hasta que falleció en 1555. Como el rey Carlos, pronto emperador, fue quien llevó las riendas del poder en todo momento, la figura de Juana I se diluyó en la Historia.
La gestación de la leyenda
No hay duda de que las facultades mentales de Juana I estaban alteradas: abandonó sus obligaciones como reina, dormía en el suelo, se negaba a entrar en lugares donde hubiese mujeres, aunque fuesen monjas, tiraba piedras a sus sirvientes cuando trataban de rescatar enseres que ella había ordenado quemar, se negaba a confesarse… Esto se detecta, sobre todo, en la sorprendente actitud que tuvo con el cadáver de su esposo.
Cuando este falleció el 25 de septiembre de 1506, su cuerpo se embalsamó y se llevó a la cartuja de Miraflores. La reina permaneció sumida en la apatía en el palacio del condestable en Burgos. Inesperadamente, a finales de diciembre decidió exhumar el cadáver y después de obligar a los cortesanos a que lo reconocieran, inició un periplo por los campos de Castilla con el ataúd. Quería llegar a Granada, donde Felipe había decidido enterrarse.
La tétrica comitiva estaba formada por los cortesanos y una turba de clérigos con antorchas entonando cánticos. El viaje se realizaba siempre de noche y, en aquellos momentos, la reina estaba embarazada de ocho meses. Su estado le obligó a parar en Torquemada, a mitad de camino entre Burgos y Valladolid, y allí permaneció hasta que se repuso del parto de su hija Catalina.
Aquella comitiva debió asustar a los vecinos, y la reina empezó a ser conocida como la Loca. No obstante, no fue hasta el Romanticismo cuando se desarrolló la creencia de la sinrazón, que se quiso ver fundamentada en la pasión que sentía por su esposo. Esta locura amorosa se representó en obras de teatro y pinturas de la época.
Es cierto que su proceder y su negativa a ejercer el poder muestran la insensatez de alguien que tenía las facultades mentales alteradas. Pero lo que ha permanecido es la leyenda amorosa romántica de una reina que lo fue durante medio siglo, aunque nunca gobernó.
Fuente: De Miguel Ángel Zalama para Infobae.