BAJO EL MANTO OPRESIVO DE LA DICTADURA EN LA ARGENTINA, EL LÍDER DE VIRUS LOGRÓ DESAFIAR LAS CONVENCIONES ESTABLECIDAS Y EMERGER COMO UNA FUERZA VANGUARDISTA COMPLETAMENTE DISRUPTIVA. AQUÍ, EL RECORRIDO DE UN ARTISTA QUE, HASTA SU ÚLTIMO ACORDE, ENFRENTÓ LAS ADVERSIDADES CON VALENTÍA, AMOR Y REBELDÍA.

Eran los 80 y la Argentina vivía los últimos años de su época más oscura. Hacía tiempo que Federico Moura estaba instalado en Río de Janeiro después de haber vivido en Europa; antes había tenido dos locales de ropa (Limbo y Mambo) en la Galería Jardín, en Florida y Lavalle. Julio y Marcelo, sus dos hermanos, habían estado componiendo canciones y viajaron especialmente a Brasil para mostrárselas.

Cuando el material llegó a sus manos, no hubo vuelta atrás: los tres retornaron juntos a Buenos Aires y formaron Virus. “Habíamos hecho un viaje a Nueva York para comprar instrumentos –recuerda Julio–. Yo volví y en el avión me agarré un virus tremendo que estuve como 15 días hecho mierda y me empezaron a decir así. Indudablemente, era un nombre muy fuerte que pasó a ser partícipe de todo: de la música, de la vida y de la muerte.”

PONER EL CUERPO Y EL BOCHO EN ACCIÓN

Pasaron 44 años de aquel enero donde los tres Moura, junto a Enrique “Kike” Mugetti y los hermanos Ricardo y Mario Serra, se presentaron por primera vez en La Plata. Sin embargo, no fue sino hasta septiembre de 1981 que un productor musical se contactó con ellos después de verlos en el Prima Rock, un festival de música al aire libre donde la mitad del público les dio la espalda y la otra les tiró naranjazos. Julio rememoraba: “me angustiaba mucho, volví llorando y Federico me decía ‘pero boludo, ¿no te diste cuenta que mientras tiraban naranjas, bailaban?’ Tenía una lectura muy interesante, lo vio como una fuente de vitamina C”.

El rock en este entonces estaba asociado a lo callejero. Era pesado, ruidoso, violento. Con el rock no te podías divertir, y menos aún con una realidad que imponía seriedad. Con el rock tenías que romper todo, enojarte, agitarte. Y de repente, como de un mundo paralelo, apareció esta especie de David Bowie argento que no solo sacudió a la música conservadora, invitando a la risa y el entretenimiento, sino que además manifestaba una ambigüedad constante.

Federico se movía con una masculinidad sombría asociada a una estética new wave de colores y cosmética. Pionero del arte escénico, era tímido y solitario, y escribía con alegorías de tintes sexuales y sensuales. De mirada enigmática, astuto e ingenioso, tenía una personalidad penetrante basada en un aspecto frágil y un carácter desenfadado que resultaba desconcertante.

Eran los 80 y la Argentina vivía los últimos años de su época más oscura. Hacía tiempo que Federico Moura estaba instalado en Río de Janeiro después de haber vivido en Europa; antes había tenido dos locales de ropa (Limbo y Mambo) en la Galería Jardín, en Florida y Lavalle. Julio y Marcelo, sus dos hermanos, habían estado componiendo canciones y viajaron especialmente a Brasil para mostrárselas.

Cuando el material llegó a sus manos, no hubo vuelta atrás: los tres retornaron juntos a Buenos Aires y formaron Virus. “Habíamos hecho un viaje a Nueva York para comprar instrumentos –recuerda Julio–. Yo volví y en el avión me agarré un virus tremendo que estuve como 15 días hecho mierda y me empezaron a decir así. Indudablemente, era un nombre muy fuerte que pasó a ser partícipe de todo: de la música, de la vida y de la muerte.”

PONER EL CUERPO Y EL BOCHO EN ACCIÓN

Pasaron 44 años de aquel enero donde los tres Moura, junto a Enrique “Kike” Mugetti y los hermanos Ricardo y Mario Serra, se presentaron por primera vez en La Plata. Sin embargo, no fue sino hasta septiembre de 1981 que un productor musical se contactó con ellos después de verlos en el Prima Rock, un festival de música al aire libre donde la mitad del público les dio la espalda y la otra les tiró naranjazos. Julio rememoraba: “me angustiaba mucho, volví llorando y Federico me decía ‘pero boludo, ¿no te diste cuenta que mientras tiraban naranjas, bailaban?’ Tenía una lectura muy interesante, lo vio como una fuente de vitamina C”.

El rock en este entonces estaba asociado a lo callejero. Era pesado, ruidoso, violento. Con el rock no te podías divertir, y menos aún con una realidad que imponía seriedad. Con el rock tenías que romper todo, enojarte, agitarte. Y de repente, como de un mundo paralelo, apareció esta especie de David Bowie argento que no solo sacudió a la música conservadora, invitando a la risa y el entretenimiento, sino que además manifestaba una ambigüedad constante.

Federico se movía con una masculinidad sombría asociada a una estética new wave de colores y cosmética. Pionero del arte escénico, era tímido y solitario, y escribía con alegorías de tintes sexuales y sensuales. De mirada enigmática, astuto e ingenioso, tenía una personalidad penetrante basada en un aspecto frágil y un carácter desenfadado que resultaba desconcertante.

“No tengo una ambición puntual a la cual quiero llegar –decía Federico–, sé lo que no quiero, pero no estoy muy seguro de lo que quiero y me alegra que sea así porque si supiera exactamente lo que quiero, estaría medio muerto. Lo incierto me mantiene vivo y creo que eso tiene bastante que ver con el músico que, en última instancia, es un poco el encargado de traducir visiones al presente.”

En mayo de 1982, el Gobierno de facto organizó el Festival de la Solidaridad Latinoamericana, con el fin de reclamar la paz y juntar abrigos, cigarrillos y alimentos no perecederos para los soldados enviados a pelear a Malvinas. El evento incluyó a artistas, como Charly García, Luis Alberto Spinetta, Litto Nebbia, Nito Mestre, León Gieco y David Lebón, entre otros, y si bien los Virus fueron llamados a sumarse, declinaron la invitación.

“Nos negamos a participar y finalmente fue lo que fue –recordaba Marcelo–. Todo lo que se recaudó fue a parar a las casas de los militares, no les llegó nada a los soldados. Nosotros sabíamos que era así». Lo cierto es que los Moura habían sufrido en carne propia la desaparición física de uno de los suyos. El 8 de marzo de 1977, el mayor de los hermanos, Jorge Moura, que militaba en el Ejército Revolucionario del Pueblo, fue secuestrado en el hogar que compartía con su familia y hasta hoy permanece como desaparecido. Marcelo contó en el documental Imágenes paganas que ese hecho terrible fue lo que impulsó al resto de los hermanos a hacer algo juntos.

Poco después llegaron los shows en el Teatro Olimpia y el Estadio Obras. Ya habían sacado dos discos, Wadu-Wadu (1981) y Recrudece (1982), y, con un cambio de imagen un poco más rockera y Michel Peyronel como productor, lanzaron Agujero interior (1983). Un año después llegó Relax (1984), dándole la bienvenida a los sintetizadores. Ricardo Serra abandona la guitarra del grupo y suman a Daniel Sbarra como su reemplazo.

Virus comienza a sonar fuertemente en tierras internacionales pero la explosión y escalada abismal de la banda se da con Locura (1985) y el himno “Luna de miel en la mano”. Este fue el puntapié para comenzar a una gira latinoamericana y grabar un nuevo álbum, sin embargo, los planes iban a alterarse drásticamente.

PROLONGARÉ MI SONIDO AZUL

Era 1987 y Federico Moura sabía que estaba enfermo. Hacía un tiempo que estaba en cama con síntomas gripales y como no mejoraba, le recomendaron hacerse un estudio de HIV, el resultado fue positivo. La banda había viajado a Río de Janeiro para grabar su séptimo disco de estudio. Superficies de placer no solo se convertiría en un nuevo hito en la historia de Virus sino que también sería el último álbum en el que Federico participaría con su voz.

En ese entonces poco se sabía de la mal llamada “peste rosa”, y la chatura mental de la época, producto de la desinformación, llevaba a señalar a los gays como sus principales propagadores. La brutal opresión que se padecía, proveniente de una sociedad homofóbica, formaba parte de un cotidiano, de un mundo al que no le quedaba otra que ser subterráneo y oculto, que vivía en silencio por default. Federico lo sufría y había retratado ese universo desde una mirada personal en la canción “Sin disfraz”.

“Era un tipo muy solo”, declaraba Marcelo. “Él tenía su mambo especial, era muy reservado con su intimidad, jamás en mi vida lo vi con nadie. Cuando él entendió que su sexualidad era una barrera, la supo usar y también la entendió como una causa. Las compañías discográficas le han llegado a decir: ‘Por favor, ocultá tu costado gay porque a las minas les encantás’, pero no solo no lo ocultó sino que hizo de eso una lucha”, sostenía.

Federico le pidió a su gran amigo y artista plástico Eduardo Costa que lo ayudara a escribir una canción de despedida. Así nació “Encuentro en el río”, donde el cantante le comunica a sus oyentes que, a través de la música, podrán volver a encontrarse, transcendiendo así la fisicalidad y el tiempo. “Lo cantó con el alma, la vida y la muerte, con todo junto”, contaba Julio.

“Tenía una fuerza tremenda, él quería vivir. Sabía que se iba a morir, pero quería vivir. En contraposición yo estaba hecho mierda, no me podía subir al escenario. Fue el peor momento de mi vida”, decía. Por su parte, el menor de los Moura, agregaba: “También sucedían cosas increíbles, como tocar en un estadio en Chile para 50.000 personas y, antes de subir al escenario, Federico tenía 41 grados de fiebre. Se subía y vos le tocabas la frente y no tenía nada.”

Federico no pudo viajar a Nueva York a mezclar el disco pero logró cantar en las dos fechas del Estadio Obras para presentarlo ante el público. Meses después, dieron el último concierto en el Teatro Fénix. Murió con el fin de la primavera, el 21 de diciembre de 1988, en su departamento de San Telmo, a los 37 años. La noticia tuvo un impacto significativo en sus admiradores y en la conciencia pública sobre la enfermedad.

DESTINO CIRCULAR

Dicen que el rock adopta un sentido cuando es rebelde, cuando la transgresión siembra una semilla de bravía y da lugar a melodías heroicas y sobrevivientes. Federico enfrentó considerables desafíos para asegurarse un lugar destacado en la historia de la música nacional: desde su propuesta innovadora, su androginia y su sofisticación estilística, hasta sus letras sugerentes que supieron encontrarse con detractores y críticas escépticas, incluso hasta el día de hoy.

Sin embargo, ¿no son estas premisas características esenciales de una biografía que merece un reconocimiento destacado? ¿O cuánto coraje tenés que tener en el alma para, en plena oscuridad de la dictadura militar y con un hermano desaparecido, ponerte a escribir temas que manifiestan una ideología completamente opuesta a la del gobierno de turno?

¿Cuánta pasión radica en tu esencia para, entre el vocerío que aúlla que “sos un puto y un maricón”, subirte igualmente a un escenario vestido de colores y maquillado, a cantarle a esa misma gente, abanderando la novedad de una era a la que le sacás kilómetros de ventaja? ¿Cuánto amor tenés que tener en tu espíritu para saber que la muerte te pisa los talones y aun así, meterte en un estudio el poco tiempo que te queda de vida para grabar un disco entero?

Sí, el rock es rebelde pero también es audaz e intrépido, y desprende raíces que obran a la orden de los sentimientos más profundos, quizás imperceptibles para los menos sensibles. Y si el rock es rebeldía, también es valentía y amor, por ende, el rock también es victoria, y quien lo lidere, sin lugar a dudas, también releva estas distinciones.

Y aquí culmina este alegato final, con la certeza absoluta de que desde algún parlante alguien lo estará escuchando y generando ese encuentro musical que alguna vez Federico advirtió, desafiando así al tiempo, la distancia y la razón. No más preguntas, señor juez.

Fuente:  De Gimena Bugallo para El Planeta Urbano.