La infancia es un tiempo de juegos y precogniciones. Tenía pocos años. Cruzaba la Setúbal hacia Paraná con sus padres. Antes de atravesar el puente miraba hacia la derecha y decía: “Cuando sea grande voy a trabajar ahí”. En la cornisa de Canal 13 sonreía, como aprobando, el personaje de la señal de ajuste, un pequeño Garay que parecía entender, también, de grandes logros por alcanzar.

 

Abre la puerta de su casa y saluda. El tono, la voz, repercuten como un eco de sensaciones conocidas. Hay un registro de esas variantes, que se instalaron en las ondas de radio y televisión, y por eso se vuelve un estímulo conocido en el oído. Eugenio Fernández es un hombre de medios que ha descubierto la vocación de ponerle palabras a la realidad y transmitirla.

Atrás, casi en la adolescencia, quedó el tiempo de los números y de la carrera de ciencias económicas —que había iniciado apenas terminó el colegio secundario en Santo Tomé—: “los números no eran para mí, lo mío era la comunicación. Quería estudiar dirección de cine pero la carrera no estaba en Santa Fe. Trabajaba en una obra social y me avisaron que buscaban locutores en una radio, en un circuito cerrado”.

Ese fue el comienzo, un inicio a mitad de camino entre las ganas de dar rienda suelta a la creatividad y la necesidad de hacer imaginar mundos posibles. Sonríe cuando rememora los primeros acercamientos con los oyentes: “era hasta una terapia, podía decir cosas del mismo modo que uno se las dice al psicólogo, podía expresarme con libertad, entonces le tomé gusto.”

Pequeño trashumante de comarca, de Santo Tomé pasó a Laguna Paiva. Amaneceres de ruta lo acompañaban y la música, ese remedio y ese consuelo con el que empezó a tejer su propia historia: “comenzaban los 90, había pocas radios. Una de ellas era la Sol. Tuve la oportunidad de empezar a trabajar ahí y, desde ese momento, me dediqué exclusivamente a la locución como profesión y medio de vida.”

Eugenio es un hombre que exige mucho de sí. Quienes lo conocen, lo saben, y quienes no, lo pueden intuir si lo observan entrecerrar los ojos y comprimir las manos en un gesto de impaciencia. Ese afán por crecer, lo llevó a hacer la carrera de Locutor Nacional en el Instituto 12, del cual hoy, casi sin quererlo, como la mayoría de las cosas que le han sucedido en la vida, es regente. “La capacitación te abre la cabeza en todos los sentidos, te enseña a mirar las cosas desde distintos puntos de vista y a valorar la palabra del otro. La carrera me enseñó a tener respeto al televidente y al oyente.”

La llegada a canal 13 también se dio de modo casi providencial, como si ese niño que alguna vez fue hubiera tejido tan fuerte los hilos de sus decretos que al final operaron como red para atraparlo, de grande, y llevarlo al lugar que el destino le tenía preparado. Ingresó como locutor de cabina, luego salió a la calle para oficiar de periodista y recorrer la ciudad y la región y llegó, finalmente, a la conducción del noticiero. Relatado, parece vertiginoso, pero fue un proceso a través del cual fue madurando, también, su actitud y disposición: “aprendí de abajo el oficio, estuve poco tiempo como movilero y después me llegó la oportunidad de estar frente a la cámara. El periodismo me llegó justo en un proceso de maduración. Mi pasión era la radio, la locución, pero el periodismo me dio herramientas nuevas y el contacto con la gente.”

Un hombre que hace televisión es un hombre que, más tarde o más temprano, se vuelve parte de la vida cotidiana de los espectadores; comparte el almuerzo, la sobremesa, la cena, relata la historia diaria de la ciudad, la encabeza, la titula, gesticula. Parece ocupar, casi, el sitio de cabecera. Un hombre que hace televisión termina instalado en los hogares. Eugenio hace del contacto con sus oyentes y espectadores un vínculo virtuoso: “Yo me siento cerca de la gente. Hay conductores que ponen distancia. Yo a eso no me lo permito. Hago radio también, con un equipo maravilloso y, el hecho de estar en dos medios, hace que uno y otro se complementen. La gente conoce por la voz y por la imagen”.

No hay secretos en su llegada a los espectadores. Dueño de un estilo casual, informal y sencillo, Eugenio sostiene que esa actitud se corresponde con el formato actual que proponen los medios. Al no ser una impostación, esa picardía que suele escurrírsele en la mirada lo vuelve casi cómplice del televidente. Lo que no todos saben es que, detrás de esa complicidad que puede parecer hasta despreocupada, existe un andamiaje de esfuerzo que, a pesar de los cambios vertiginosos operados en los medios, no modifica lo esencial: el trabajo. “Lo que ha cambiado es la velocidad de la información, la velocidad con la que hay que decir las cosas, la espontaneidad. La tecnología te ayuda pero, al momento de estar frente a cámara, tenés que tener la disposición y la actitud que tenías veinte años atrás. Hay cosas que no cambian”.

En ese pequeño universo de las cosas inmutables se hallan los afectos. Eugenio Fernández mantiene los vínculos de la infancia, de la juventud, de su adultez. Es hombre de peñas, de encuentros, de comidas compartidas. Es padre de tres hijas, la última muy pequeña, a la que disfruta de un modo particular, porque llegó en un momento de asentamiento, replanteos y remanso de su vida. “Este es un trabajo que requiere del apoyo, el entendimiento y el acompañamiento de los que te quieren, de la familia, de los amigos; que entiendan tus horarios, tus preocupaciones, tus obligaciones… Hoy tengo la suerte de mantener mi cabeza ocupada por entero con mi trabajo.”

“Pasados los 50 años uno no mira tanto el futuro. Se planta mejor en el presente. Si pasa un tren, me subo, y veo en qué estación paro nuevamente. Ya no proyecto tanto el futuro. Tengo la fortuna de trabajar en lo que me gusta y eso me hace feliz.” El hombre del noticiero parece reposado mientras, en la cocina, alumbra un sol de invierno que asoma después de la lluvia. No da la sensación, efectivamente, de proyectar con vértigo como solía hacerlo en la primea juventud. La existencia misma era por entonces un viaje que recién se iniciaba. Habla de trenes en la vida y de recorridos pendientes, no tanto laborales, más bien de placer y descubrimiento: “me gustaría recorrer el mundo, conocer más culturas, en vivo, no lo que uno lee, no lo que uno ve en manuales, internet, o películas sino poder viajar”.

Antes de iniciar cualquiera de esos viajes, Eugenio Fernández se asienta en la ciudad en la que vive y trabaja, y el recorrido es breve, abarca las calles metropolitanas de una Santa Fe a la que ve cambiante pero aletargada: “el santafesino está un poco dormido, le hace falta subirse a desafíos, buscar nuevas metas, este es un polo educativo y cultural importantísimo, ahora debería crecer también en lo productivo”.

Quien no ha dejado de crecer es él mismo. Y no se habla de años ni de tiempo acumulado, sino de ese proceso minucioso por el cual un niño se ve a sí mismo, hecho un hombre, trabajando de aquello que lleva en la entraña, atado como un nudo indisoluble: la pasión.

Hay luces que no se apagan, por más que los reflectores dejen a oscuras una escenografía donde se cuecen noticias. Hay luces que alumbran porque son de tiempo completo y se alimentan de sueños, ese material que Eugenio amasa a lo largo de sus días, con el cuerpo y con la voz, ese talento tan suyo…

 

 

Texto: Fernando Marchi Schmidt

Fotos: Diego Gentinetta