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Ella dice que una vez sufrió una crisis de llanto. Tenía ocho años y hubo una tarde en que sintió el desconsuelo, y entonces se dejó ir. Se lamentó hasta vaciarse, no recuerda por qué; y hoy, a sus 37, asegura que aquella fue la única vez: que nunca más lo sintió necesario.

«Yo soy así. Siento que tuve una vida muy particular. Nunca padecí la discapacidad. Me enoja cuando dicen la palabra ‘padece’: yo no padezco nada, esto es lo que soy» afirma, a modo de presentación. Su discapacidad es de nacimiento. Ella es de esas personas cuyo nombre completo suena raro: para todo el mundo es la Gabi Bruno. Desde 2011, directora provincial de Inclusión para Personas con Discapacidad.

Hizo la primaria en la escuela Almirante Brown de la costanera y la secundaria en el San José, por una cuestión de proximidad. Ella se quejaba: quería ir a una escuela pública. Sin embargo, no sólo se adaptó sino que cosechó allí buenas amigas. Pero la convicción siguió intacta: «Yo no mandaría a un hijo a un colegio privado», asevera. La «venganza» llegaría con la facultad: para estudiar Comunicación Social tenía la Universidad Católica a cuatro cuadras de casa, pero se plantó y decidió ir a Paraná, e hizo la carrera en la Universidad Nacional de Entre Ríos.

Se tomaba el 16 hasta bulevar, allí el Etacer o el Fluviales, luego el taxi hasta la vieja casona de Rivadavia y Buenos Aires. Todos los días del primer año: luego consiguió, «gracias a una permanente secada de bocha a mi vieja», que le compraran el auto. «Y ahí empecé a volar», evoca.

 

Girando la moneda

Una cae irremediablemente en la tentación de sentirse Blancanieves cuando entra a la casa de la Gabi. Nada allí supera los cincuenta centímetros: ni la mesa, ni las sillas, ni siquiera la cocina o la bacha. Ella saltea el primer trance con una carcajada y un abrazo, y entonces cualquier prejuicio se pulveriza.

Los mensajitos se amontonan en el celular, hasta que un llamado interrumpe la charla: es una de sus dos hermanas, con quien comparte ceremonias tales como hacer las compras en el super. «Imaginate que yo no llego a las partes altas de las góndolas. Entonces ella me lleva, me trepo al changuito y desde ahí voy tirando adentro lo que necesito», se ríe.

La Gabi compró su casa de barrio Sargento Cabral en 2003. La construcción estaba destruida, pero ella le vio potencial. Un arquitecto la ayudó en el desafío de construir un hogar a su medida: desde las peleas con Litoral Gas para habilitar una cocina más baja que las standars hasta la construcción de puerta-ventanas en todas las habitaciones, para que el horizonte de la mirada no fuera una pared.

El mate amargo lleva y trae historias. Quince días antes de cumplir los 15, el papá de la Gabi murió a causa de un accidente de tránsito. El matrimonio había viajado a La Quiaca. Un camino de ripio, una piedra que pegó en el vidrio, un ojo que dejó de ver, un auto que perdió el rumbo. Milagrosamente, la madre se salvó. La fiesta, en la que la familia tenía previsto celebrar el gran combo: 25° aniversario de los padres, casamiento de la hermana y 15 de Gabi, devino en un silencio amargo. Gabi lo cuenta con esa sonrisa que embalsama cualquier intento de compasión.

 

Su canción en la ventolera

«¿Ves esa sillita fucsia? Con esa silla fui a preescolar y primer grado, más una mesita que me llevaba mi mamá. La integración fue espontánea para mí; de hecho siempre fui a escuelas comunes. Tuve la suerte de contar con un equipo docente que nunca puso trabas. Lo mío es motriz; quizá si fuera intelectual habrían sido otras las necesidades. Siempre tuve contención: eso era lo normal para mí. Y también me apoyé en mi personalidad fuerte, alegre. Por eso a veces siento que hoy está un poco exacerbado el tema de derechos: obviamente es imposible disponer de todo a la medida de cada uno, es necesario que las familias se comprometan y estén cerca», opina.

«Yo iba a Inglés, a computación, salía con mis amigas. Cuando fui más grande hice paracaidismo, iba de acá para allá, hice tirolesa en Bariloche: nunca tuve miedo», asegura, y se enternece al recordar el terror de su mamá.

La adolescencia trajo consigo los traumas típicos y también los propios de su condición. El quiebre fue la facultad y un seminario sobre construcción social de la discapacidad: allí pudo iniciar el proceso que ella denomina, a modo de carátula, «la construcción de mujer». Hasta el momento había desplegado sus capacidades como persona, como amiga, como estudiante. Pero el rol femenino estaba ahí en la nebulosa, escondido: con el cartelito de tabú a punto de ser colgado. Con la ayuda de terapia psicológica pudo empezar a pensarse como mujer: desterrar los jumpers que la habían vestido desde siempre y comenzar, por ejemplo, a comprarse el tipo de ropa que usaban sus pares.

«Un amigo me acompañó la primera vez. Fui al probador con varias prendas lindas, pero cuando me las ponía, no me gustaba nada. Hasta que él me miró y me dijo: ‘¿A quién esperás ver frente al espejo?’. Me estalló la cabeza: tenía razón. Ahí recordé que el espejo de mi casa estaba arriba de una cómoda: yo estaba acostumbrada a mi imagen de la cintura para arriba. Era parte del mobiliario, nada decidido a priori, pero tuve que aprender a verme de otro modo».

Y que sea lo que sea

 

Gabi nunca participó en instituciones de discapacidad. Siempre tuvo un nivel de exigencia muy alto respecto de sí misma: inconscientemente, hacía un despliegue de condimentos para ‘compensar’ su falta y ser aceptada por el otro.

Hoy se siente más cerca de otros horizontes. «Lo importante no es tener piernas sino alas», cita: la idea de Frida Kahlo la conmueve y la identifica. «Siento que este cuerpo, este envase, es el que me posibilitó muchas exploraciones. Más allá de que puedo hacer un montón de cosas, percibo la diferencia permanentemente, lo que no significa que sea una diferencia negativa», asume.

Tiene resortes en los que se apoya todo el tiempo: amigos, familia, su pareja con la que comparte la vida desde hace diez años, el laburo. «Cuando me ofrecieron el cargo, primero sentí pudor por mis compañeros de trabajo. Consideraba que había muchos que estaban en mejores condiciones que yo. Pero bueno, aquí estoy. Intenté hacer un acercamiento con las instituciones que trabajan en el tema, ir a visitarlas, charlar, tener cercanía. Hay gente que va a la oficina sólo porque necesita ser escuchada. Muchas veces, el tema de la discapacidad está cruzado con el de la pobreza, y entonces hay que barajar soluciones: los medicamentos, la operación, tengo que viajar, no tengo trabajo, los pañales», recita, como una letanía.

Además de los años que trabajó para la Subsecretaría, Gabi traía consigo la experiencia de Acción Educativa. «Una sabe cómo se mueven las ONGs. Algunas instituciones de discapacidad trabajan más en la línea de lo que una piensa; otras menos. Mi idea es que la institución debe trabajar para que la persona no se vea incapacitada, sino para abrir cabezas y que esos pibes puedan hacer otras cosas. Todos podemos», concluye. El mate ya pide cambio a gritos y el reloj marca una hora imposible. La agenda marca una reunión de amigas, en un ratito nomás.

CRÉDITO: Natalia Pandolfo        FOTOS: Pablo Aguirre

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