Sensible y talentosa, invita a mundos inimaginados con relatos que no resisten las agujas del reloj. Apasionada por la cultura, emociona con historias que podrían ser noveladas. Abogada, actriz, directora, docente, política, madre y abuela, reconoce no poder parar y desea no morir nunca. Confiesa, casi como una devoción, su amor por los niños. Mujer humilde, solo como aquellas que son grandes, nos sonríe y se abre a la charla.
TSF- Usted es una mujer con muchas entrevistas, y gran parte de esas son de su función pública. Por eso queremos saber más de usted en su infancia, como fue su vida de adolescente, su familia… Usted viene de una vida de barrio. Su madre dentista, su padre maestro. ¿Cómo fue la relación con sus padres? ¿Cómo fue su infancia?
CHG- Vengo de un barrio de Rosario llamado Saladillo, que estaba a seis cuadras del arroyo Saladillo. Lo llamábamos las quebradas, tenía un pozo profundo, donde murió una amiga delante de mis ojos. Como éramos chicos, juagábamos en ese lugar, y ahí pasó esa terrible tragedia. Ahora esa campana gigante – el pozo- se está modificando para hacer un acueducto. Era un barrio que tenía un paisaje de barrio de fin de semana hasta que llegó el frigorífico Swift y creó un barrio portuario, lleno de gente del este –polacos, yugoslavos- y eso pasó a ser parte de nuestra vida. Yo tenía muchas amigas con las que íbamos a las asociaciones y clubes de las distintas colectividades que estaban en nuestro barrio. Incluso recuerdo que íbamos al rancho de “Monchito” Merlo, todos cerca del arroyo. Un mundo hermoso y muy teatral, a mi entender, y por eso creo que fui a parar al teatro.
TSF- ¿Y su casa? ¿Su familia?
CHG- Mi casa era un lugar como cualquier otro, con contradicciones entre padre y madre. Contradicciones de oficio, políticas y de historia personal. Mi madre era odontóloga y siempre decía que era “dentista de barrio y fracasada” y lo decía con un gran sentido del humor, pero era real; ella era enfermera de todo el mundo, ponía inyecciones gratis y nos pagaban en especies. Y mi padre era maestro carcelario, a la tarde del albergue de menores, y a la noche era maestro de escuela de la cárcel de encausados de Rosario. Así que salía a una trabajo muy temprano, venía, se bañaba y salía al otro trabajo, de cárcel en cárcel. Nosotras – mi madre, mi hermana y yo- cuando teníamos 8 o 9 años hacíamos la tarea de él, las planificaciones, para ayudarlo. Los dos eran personas muy entregadas por lo suyo, solidarias y trabajadoras. También muy queridas, y esto lo pude comprobar mucho tiempo después hablando con gente que los conocía. Tuvimos una vida feliz, como podíamos, pero muy feliz.
TSF- ¿Qué es lo que le quedó más fuerte de esa infancia? Recién mencionaba la muerte de su amiga frente a sus ojos, ¿qué otra cosa la marcó?
CHG- Una cosa imborrable es que en el 55´, con la caída de Perón, yo vivía en la calle Arijón, y recuerdo que en la escuela de monjas que estaba frente a mi casa, habían puesto una ametralladora en la cúpula. Ese día, el del golpe, recuerdo que me fueron pasando de casa en casa, por los fondos, hasta llegar a una calle paralela a la mía porque venían los obreros del Swift marchando, armados y disparaban al cielo con las armas. Y así como tengo esos recuerdos un tanto feos, también recuerdo la solidaridad del barrio. Los carnavales. Todos nos conocíamos y compartíamos. Y algo imposible de borrar es cuando me iba con mi padre al Club Saladillo, desde muy chica lo acompañaba a jugar. Era un lugar de hombres del 50´, todos buenos mozos, infieles – completamente infieles- y yo como hija enamorada de la infidelidad de su padre, encantada de que su padre fuera tan buen mozo y tantas mujeres lo quisieran, aparte de mi propia madre. Eso fue algo que con el tiempo lo entendí y no fue nada divertido. Él iba al “Saladillo Club” a jugar al billar a un sótano, que también tenía un buffet. Estaba lleno de hombres. Todas cosas que me marcaron completamente mi infancia. Los hombres con sus sacos puestos sobre los hombros, tiradores y el sombrero levantado puestos para hacer un tiro de billar, luces puestas bien arriba de las mesas, casi como una película estadounidense. Yo bajaba y mi padre me sentaba en la mesa, “la mesa de los hombres”, y escuchaba como fabulaban sobre sus cosas: las mujeres del barrio o sus amantes del amanecer, cuando los maridos se iban a trabajar. Yo crecí con eso y me parecía un mundo extraordinario. Hoy te diría que son mis “cien años de soledad”.
Mi hermana dice que yo novelizo, pero yo creo que la memoria es eso: ni lo bueno ni lo malo, la memoria es la ficción de la memoria. No olvidar significa también lo que quedó después de olvidar, y también el relato que hicimos del pasado; lo que nos contaron, lo que recordamos más fuertemente, lo que olvidamos porque nos hacía sufrir mucho y es lo que tenemos que cuidar de la memoria.
TSF- Usted tenía una gran debilidad por su padre, verdad?
CHG- Sí, algo. Pero no fue por nada en especial, creo que él me usaba de señuelo –se ríe-. Mi padre me decía, vení y yo me iba con él. Yo era la hija menor, la mayor se quedaba con mi madre, ella elegía quedarse con mi madre. Y yo salía con mi padre a los parques de diversiones. Eso para mí era tan común como ir a la iglesia. Pero algo que me marcó mucho de mi padre, que murió muy joven por una enfermedad que lo tomó demasiado temprano, era su afición por la gente trabajadora, humilde. Y tenía algo hermoso, escribía cartas de amor a todo el barrio y a los presos. Incluso hacía algo que escandalizaría a muchos, y era prestarle mi casa a los presos cuando salían para encontrarse con sus mujeres. Y mi madre, que era una persona libre de pensamiento, aceptaba todo eso porque era una mujer enormemente progresista, y eso también lo entendí de grande.
TSF- Cómo todas estas historias que nos cuenta, son, al igual que “su vida corriendo” como lo dice en muchas oportunidades, condimentos que hacen que por ejemplo de muy chica haya escrito tanto y ganado incluso algunos concursos, o se haya recibido a los 19 años de abogada…
CHG- Sí, yo me encerraba y leía Shakespeare a los 9 años. Pero eso no es ninguna genialidad, todo lo contrario, hay que tener mucho cuidado con tanta imaginación en un niño tan chico. Yo escribí desde muy chica y leí mucho desde muy chica. Después estudié derecho y corría porque quería ir a filosofía. Así que hacía las dos carreras a la vez. Y por suerte hice derecho porque defendí presos políticos, laborales, integré grupos de abogados por los derechos humanos en los años 70´. Y la abogacía, esa carrera que no me gustaba, me puso frente a la sociedad, frente a la política. Después hice maestría en derecho de familia y eso también me ayudó mucho. Estudié filosofía y lingüística pero dejé en cuarto año, y aún así hoy tengo concursada y soy docente titular en una materia de “Filosofía y teoría estética de los medios” en la UBA. Siempre fui de correr hacia nuevas carreras, o hacia ninguna parte. Pero todo es por el asombro de vivir. Yo siempre recuerdo a una amiga que me decía, “el peor estudio que no te guste, terminará apasionándote”.
TSF- Usted pasó por la docencia, el derecho, la filosofía, la lingüística, pero no hablamos del teatro. ¿Cómo llegó? ¿Cómo llegó a los escenarios?
CHG- El teatro pasó porque yo adoraba el teatro. Y todo lo que desde chica tiene de teatralidad en mi vida, hizo que me siga pasando y amándolo. Si usted está en una iglesia a las 7 de mañana, con las monjas tiradas en el piso rezando, los santos tapados de morado porque es la semana santa, y no se toca el órgano sino una matraca, y a la noche se va con su padre a un parque de diversiones donde él se ríe con un montón de prostitutas vestida de manera muy provocativa, en el año 50, y yo adentro de un tren fantasma con un esqueleto que me saluda, usted se va a dar cuenta que eso es teatral. Que esa vida mía fue teatral, y que la vida misma no es realista, sino teatral, absolutamente teatral.
Recuerdo un día que una hermana, llamada Juliana, que quiero muchísimo, mandó a llamar a mi madre y le dijo: “Elvira, te quiero decir una cosa, la nena (por mí) es tan, tan imaginativa”. Y mi madre sin enojarse, la miró fijo y le dijo: “Sí, es muy imaginativa”. Ahí se hizo un gran silencio y le dijo – mi madre a Juliana- “¿Podemos irnos?” “Sí”, dijo ella.
Cuando nos volvíamos, yo de la mano de mi mamá, en pleno centro por calle San Juan, comencé a llorar el silencio, creo que para que no se dé cuenta. Y caminábamos, yo con un vestidito a lunares y taquitos, las dos de manera muy señorial, hacia el ómnibus que nos llevaría a Saladillo otra vez. En un momento me animé a preguntarle si quiso decir que yo era una mentirosa. Y ella, enojada, supongo que con Juliana, mirando siempre para delante, me dijo: “¡Te prohíbo que digas eso! Dijo que eras una inventora, una imaginativa es una inventora. Alguien que inventa cosas todo el tiempo, y los que inventan no mienten. Cuando te digan que mentís, vos siempre respondé que no, que vos inventás”.
Eso me cambió la vida. Me legalizó la creación del mundo.
TSF- ¿Y cómo comenzó a hacer teatro? ¿Cuándo fue el momento en el que dijo que eso era lo que quería hacer?
CHG- A los 19 años me anoté en un curso de teatro afirmando que era un curso de historia del teatro. Cuando llegué era un teatro independiente, Arteón de Rosario, y en dos meses que fui nunca quise pasar a hacer nada. Y era todo práctico, hasta que un día el director me dice: Vos, que nunca pasaste, ¿tenés cuerpo? Sí, le contesté literalmente, como si no fuese una metáfora. Entonces pasá, me dijo. Y yo que estaba avergonzada, colorada hasta las orejas, no podía decir nada. Entonces paró el ejercicio y me dijo: ¿Tenés palabra? Ahí me largué a reír y le dije Sí! Y como siempre me gustó hablar y la palabra era todo para mí, ahí ceo que arranqué. Y reconozco que la abogacía y el teatro me hicieron persona gregaria. Yo aprendí a ser una persona grupal gracias a estas dos carreras.
TSF- ¿Tiene alguna obra o algún texto pendiente para hacer sobre el escenario?
CHG- Un unipersonal. Nada que sea hacer de otro, sino poner una silla y contar todo esto más organizado, con algunas metáforas básicas que son las que usé en el teatro: el corazón, las alas, el invento y la luz. Me gustaría no contar mi vida, sino contar las metáforas de mi vida, claro que si le sirve a alguien. Yo quiero hablar, hablar ante la gente. Contarles como te estoy contando ahora.
“Soy débil, sé poco, pero vos podrías ser la planta de mis sueños” y eso es como directora, y aún como Ministra, mi máximo esfuerzo, es mi debilidad. Y eso es porque yo tengo que hacer lo que mi madre me enseñó, y es que el invento viva. Y que cada uno se convierta en su propio invento, cada uno se convierta en una fogata. Los hechiceros del invento.
A lo largo de los años supo cosechar amistades maravillosas. Entre algunas de esas hermosas personas que las unía el cariño mutuo estaba Mercedes Sosa. La gran cantante y compositora tucumana a quien conoció una noche especial:
CHG- Yo conocí a Mercedes en un cumpleaños, donde para variar yo estaba sola. Tuve una hija, tuve amores, tuve diversión, pero en ese momento ya sola. Entonces alguien le dijo en la mesa, mientras habíamos ido a comer, que era mi cumpleaños. Mercedes mandó a cerrar el bar, pidió una torta para mí y empezó a cantarme. Cantó a capela toda la noche hasta que amaneció. Yo le decía todo lo que me gustaba y ella cantaba. Y después me hizo cantar con ella “La cigarra”. Después de esa noche me llamó un sacerdote mendocino y me dijo que la señora Mercedes le había dado mi teléfono para que me llamara. Me contó que él la cuidaba a ella –Mercedes-, solo hablando, y que ahora también me tendría que cuidar a mí, porque mi palabra abría puertas maravillosas. Pero eso no es cierto, yo no abro puertas.
TSF- Usted porque no se lo cree.
CHG- Si así fuera yo hubiera luchado por dejar un país distinto. Si yo abriera puertas maravillosas, y lo digo de verdad no haciéndome la humilde, seguramente podría dejar lo que soñé como un país sin violencia.
TSF- Pero Usted abrió la ciudad de los niños, la isla de los inventos, el molino, la redonda, la esquina encendida, Lavardén… ¿Cree que no abrió puertas?
(Ella sonríe y toma aire. Silencio)
TSF- Ya nos dijo lo que significan los niños pero ¿significan tanto que juró por ellos cuando asumió por tercera vez como Ministra de cultura?
CHG- Juré por la patria de la infancia, que es más que eso. La patria de los niños es eso que dicen cuando creen en la patria, o cuando cantan “Aurora” con fervor. Eso que es su tierra, su casa, su pedacito de mundo, sea barro, sea lindo, sea feo, su maestra, las tetas de su mamá, su hermanito, el juguete lindo o feo, el pedacito que tienen. La patria de la infancia es eso, “El saladillo”, el bar con mi padre, el tren fantasma…
TSF- ¿Cómo le gustaría que la recuerden?
CHG- Primero no me gustaría morirme. Y para morirme me tendrían que matar. Y no porque fuera más glorioso, simplemente es que no me quisiera morir. Y eso que paso grandes tristezas. Con dos nietos, se tiene
que estar muy mal para querer dejar la vida, eso es lo más maravilloso que le puede pasar a un ser humano. Y a veces me enojo conmigo misma y digo: que no me recuerden, por favor. Y que no se les ocurra entregarme premios post mortem, porque les aseguro que voy a volver a matarlos a todos, porque si tenían premios me los hubiesen dado en vida. Pero no para mi ego, sino para mi soledad. Como mi papá daba clases para los presos porque lo querían más, que me den abrazos a mí. El que me quiere, abráceme y dígame que me quiere y que hice algo bien. Aunque haya hecho otras cosas mal, díghanme que hice algo bien. Y si alguna vez algún niño de América me encuentra por el mundo, si algún niño de Santa Fe me encuentra alguna vez, viva, por el mundo, que me apriete fuerte la mano y me diga vos Chiqui fuiste mi amiga, y esa es una de las mejores formas de recordarme. Me gustaría ser recordada por la infancia, por las madres de esos hijos que se esforzaron – en el 2001 por ejemplo- y me decían no tenemos plata para los colectivos, pero como es gratis ir a los trípticos, se pasaban el verano ahí jugando, y me regalaban los caracoles para hacer móviles. Y me gustará ser recordada por los que quedan, los que quedan haciendo trabajos distintos, y por los actores; Y me gustaría ser recordada por los dirigentes políticos, que entendieron la importancia de la cultura y tomaron la decisión política de hacer todo lo que hicimos en Santa Fe, que me acompañaron en mis distintas funciones públicas y que me reconocieron para estar donde estoy. Y no fue fácil hacer todo esto, que si no hubiese sido público jamás lo hubiese hecho, si no hubiese sido gratuito jamás lo hubiese hecho. Por eso también me gustaría que me recuerden.
Había pasado poco más de una hora desde que comenzamos la charla. En su despacho del primer piso de la sala cultural “La Mirage” el silencio solo era interrumpido por el flash de la cámara de fotos. Antes de despedirnos reafirmé, con la emoción intacta de aquel día que la escuché por primera vez, que valió la pena nuestro encuentro. Y el resto es “solo otra forma más de demorarse”.
CRÉDITO: Gerardo Picotto Marino
FOTOS: Pablo Aguirre