Un 4 de febrero de 1929 nacía uno de los mejores pintores argentinos.

 

Según su madre, Carlos Alonso ya dibujaba antes de aprender a leer y a escribir. Dibujó siempre, pero no como suelen dibujar los niños, sus dibujos apuntaban a la historieta, a un relato, a la descripción gráfica de su vida, de lo que veía, no de lo que imaginaba. Durante el colegio secundario, en Mendoza, siguió dibujando todo el tiempo. Dibujaba en la clase de historia, en la de geografía, en la de matemática, y tanto que dibujaba que logró algo que le reafirmó su vocación: en el hall de entrada de su colegio hicieron una exposición de sus cuadernos de clase con los dibujos. Los compañeros lo felicitaban, le decían que siguiera dibujando. Y él siguió, con la misma firmeza y la misma vocación que de niño.

A los veintipico de años, viajó a Europa y vio los cuadros del español Diego Velázquez. Al verlos, dijo: “ni aunque viva mil años voy a pintar así”. Sintió un shock fuerte; un shock al revés. Sin embargo, cuando vio los del holandés Vincent van Gogh le pasó lo contrario. Tuvo la impresión de que esa pintura la podía hacer. Por un lado, el nivel de calidad, de estética, de resolución de la forma y de la imagen, de Velázquez; por otro, en Van Gogh, la imagen más directa, más cercana, y que le hizo pensar que podría hacerla. Y cuando volvió a la Argentina, todo aquel mundo y aquella fantasía le hicieron sentir la necesidad de reflejar la propia realidad, la realidad de todos los días.

Se fue un año a estudiar con Lino Spilimbergo a Tucumán. Luego, otro año a Santiago del Estero. Allí descubrió nenes con la panza hinchada por el hambre. Descubrió la miseria y las dificultades para sobrevivir, le cambió completamente el lenguaje.

«Creo que un artista tiene un grado de responsabilidad con la comunidad a la que pertenece. Elegí reflejar lo que pasaba en situaciones de emergencia, en situaciones de pobreza, en situaciones que no correspondían a la capacidad, la posibilidad, la imagen o el deseo que uno tenía de su propio país”.

El arte acoge la historia y nos la ofrece de diversos modos: como telón de fondo, bajo la forma de una vaga alusión, ocupando la escena en forma plena. Se trata de un doble movimiento: mientras sucede la historia en el arte, también sucede la historia del arte.

La violencia sobre los cuerpos se transformó en un tema recurrente en su obra, con fuerte impronta política y social. Tras el golpe de Estado de 1976 y la desaparición de su hija, Paloma Alonso, se exilió en Roma y en 1979 se mudó a Madrid. Regresó al país en 1981 y se instaló en Córdoba, donde vive actualmente.

 

Su obra posee una unidad evidente, expresada en la solidez de su “oficio”, en su modo de construir una representación pictórica, formas alonsinas que reconocemos sin dudar cuando nos enfrentamos a una pintura de su autoría. Pero, al mismo tiempo, es múltiple, abierta a la interpretación.

Entre muchos otros premios, recibió en dos ocasiones el Premio Konex de Platino (1982 y 1992) como el mejor Dibujante de la década de la Argentina y en 2012 recibió el Premio Konex Mención Especial a la Trayectoria de las Artes Visuales por su trabajo de toda su vida.

Alonso cree que de algún modo, el arte es patrimonio de la gente y parte del bien común de la sociedad.

Historia, memoria y realidad encuentran en la obra de Alonso una síntesis y una mirada crítica, potenciada por una imagen de gran expresividad que esta exposición invita a descubrir.

“Si la obra no está hecha para decorar o expresar la propia existencia, creo que el mejor destino para la obra es que pueda servir para expresar los sucesos y lo que acontece en la vida social”, ha dicho.

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