“Lo que los soldados que los asesinaban nunca podrían llegar a entender era que, al mismo tiempo que sus víctimas, también ellos abandonaban este mundo. Puede decirse que, desde que los indios fueron destruidos, el universo entero se ha quedado derivando en la nada. Si ese universo tan poco seguro tenía, para existir, algún fundamento, ese fundamento eran, justamente, los indios, que, entre tanta incertidumbre, eran lo que se asemejaba más a lo cierto. Llamarlos salvajes es prueba de ignorancia; no se puede llamar salvajes a seres que soportan tal responsabilidad (…). El cielo vasto no los cobijaba sino que, por el contrario, dependía de ellos para poder desplegar, sobre esa tierra desnuda, su firmeza enjoyada”. (Juan José Saer, “El Entenado”).
Un baldazo enérgico e inesperado obliga a saltar para atrás: la profesora de Letras integra un grupo de entusiastas docentes que están poniendo a punto el edificio de la escuela secundaria, queestá a punto de cortar las cintas. Se deshace en disculpas, explica el apuro, invita a pasar.
La Comunidad Mocoví de Recreo “ComCaia” (“Somos hermanos”) comenzó con un par de casitas a fines de los años 60: hoy tiene escuela primaria bilingüe, un centro de salud y una secundaria con predio nuevo.
En el medio hubo un camino largo como los árboles que procuran el cielo en esta siesta calurosa. “Primero hubo que reconocerse como aborigen, ésa fue la tarea más difícil”, admite Antonio Gómez, uno de los líderes de la comunidad. Habla de vergüenza, de humillación. “Cuando yo era chico, en la escuela se burlaban porque yo era indio. Entonces, poco a poco, fui aprendiendo a esconderme, para no pasar más por esas situaciones. Me sentía avergonzado, renegaba de mi historia”, recuerda. Después sabría que a tantos otros les había pasado lo mismo.
Tuvo que pasar mucho tiempo para volver a conectarse con su esencia. Su idioma, sus costumbres, sus dioses seguían allí, esperándolo, como quien sabe que el tiempo es circular. Cuando pudo hacer ese quiebre, lloró un día entero. Luego se encontró con las lágrimas en los ojos de los otros. A partir de allí, empezaron a apoyar piedra sobre piedra, hasta reconstruirse.
Un pedazo de tierra que vale la pena
Ubicada 17 kilómetros al norte de Santa Fe, la ciudad de Recreo tiene más de 18 mil habitantes. Unos mil, aproximadamente, pertenecen a la comunidad mocoví, una de las más grandes de la provincia.
La mayoría de las familias que la integran provienen del norte de la bota: Margarita, Calchaquí, Los Laureles, Romang. Llegaron a fines de los 60, huyendo del hambre: para esa época ya no había más algodonales y la cosecha de maíz a mano ya se iba extinguiendo. “Aquí había trabajo”, resume Antonio, mientras arrastra sus pasos por la calle de tierra.
La floreciente producción de hortalizas de la zona los atrajo hacia aquí. Para 1975 ya eran unas 50 familias distribuidas en la zona de quintas.
En 1978, la evangelización de unos pastores provocó un quiebre en la comunidad: el mensaje caló hondo y muchos comenzaron a pensar en aquello de “amar al prójimo como a ti mismo”. “Yo nunca me había amado a mí mismo. Ese mensaje me conmovió tanto que desde entonces todo cambió para mí”, dice Antonio.
No fue el único: las familias, tocadas por esa campana, comenzaron a tejer lazos entre sí. Las historias emergieron nuevamente a la superficie, como un cuerpo que sale a flote y hay que revivir. La palabra comunidad comenzó entonces a tener un sentido.
En 1988, Antonio y Rubén Vázquez propusieron una reunión entre jefes de familia. “Queríamos identificarnos ante la sociedad. Invitamos a los mayores, a los ancianos. En esa reunión hubo 17 personas. En la siguiente, ya éramos más. Formamos una comisión y empezamos a organizarnos”, dice.
Comprar la lluvia
En ese momento, la situación social de la comunidad era delicada. Salud, educación, trabajo, vivienda: todo eran carencias. Elevaron una nota al gobernador (Víctor Félix Reviglio, en ese entonces), quien envió a un funcionario. La visita fue registrada por los medios de comunicación y ese día, entonces, la noticia empezó a rodar: en Recreo había indios. Después de tantos años de negación, dar ese paso fue fundante para ellos.
“Nuestros abuelos vivieron la persecución, la marginación, la discriminación, la quita de su territorio. Mi papá contaba que ellos estaban en una isla, como escondidos, allá por 1940, y que en esa época comenzaron a trabajar en las arroceras, en la zona de San Javier, como peones, cortando el arroz. Y abiertamente no decían que éramos mocovíes, ni aborígenes, ni indios. No decían nada. Yo a los 10 años empecé a trabajar en el monte y hasta los 12 hablé con mis abuelos en guaraní. Pero en la escuela decían que los indios eran malvados, salvajes, asesinos. Yo decidí que no quería ser ese indio:intenté aprender a leer y escribir en castellano, leía muchísimo, quería sacarme lo aborigen de encima. En mi casa se seguía hablando, pero yo ya no quería saber más nada de todo eso”, cuenta Antonio.
“La asimilación de otra cultura negando la propia es muy fulera. Esa etapa fue muy difícil para nosotros, la negación de tu identidad es muy dañina en lo psicológico y en lo espiritual. Uno vive con miedo, con inseguridad todo el tiempo. Fueron 25 años de negarme a mí mismo”.
Comprar los colores
Hoy la comunidad mantiene la forma de organización tribal, a través de clanes familiares. Cada clan tiene un líder, y entre todos los líderes se elige un cacique. Los líderes son los portavoces de los problemas de cada familia. Los Gómez, los Coria, los Vázquez, los Lanche, los Valdéz, los Troncoso: cada uno tiene un representante.
“Por ahí los jóvenes tienen otra mirada de lo que es la vida comunitaria, los derechos, las pautas culturales. Y es muy difícil que sobrelleven la autoridad. Yo soy una autoridad: por más que no esté dentro de una comisión, mi palabra vale mucho en las reuniones. Lo mismo con otros líderes. A veces las decisiones se toman por unanimidad, otras veces se vota. El dirigente es como un padre para la gente. A veces se discuten algunas cuestiones, pero no llegamos a las discusiones malas. Si uno no está de acuerdo con algo, a veces prefiere callarse. Para nosotros es importante que se mantenga esa estructura”, sostiene Gómez.
La Escuela Intercultural Bilingüe N° 1.338 ComCaia funciona en el corazón del barrio y su motor es el rescate del idioma y de la cultura mocoví. La secundaria, por ahora, no es bilingüe.Desde 2008 hasta octubre pasado funcionó en una casa vieja, venida a menos, pero con sus paredes marcadas por murales y colores, una postal que contrasta con el edificio nuevo, aséptico, espacioso, blanco, que podría confundirse con cualquier otra escuela si no fuera por el nombre: “11 de octubre”. “Nosotros celebramos el 11, que fue nuestro último día de libertad”, explica Antonio.
Manuel Troncoso es docente de la primaria y uno de los líderes de la comunidad.“Hoy por hoy el problema no es el chico, sino la familia. Venimos de un proceso de mucho sufrimiento para poder insertarnos en la sociedad. Nos costó mucho aceptar el hecho de ser indígenas dentro de este sistema. La misma educación formal hablaba de un indio sucio, mugriento, malvado: somos los que perdimos la batalla. Luchamos diariamente para que eso se revierta, y por eso nos volcamos a la educación: para el rescate de la lengua, de la cultura”.
“Nosotros teníamos miedo de que la discriminación se replicara en la escuela. La primaria empezó a funcionar en 1992: hoy hay 350 chicos entre quechuas, guaraníes, criollos. Dentro del aula se habla mucho de los valores de cada cultura. Entonces, te diría que no hay uno por sobre otro. Somos todos iguales. Se ha hecho un trabajo muy importante”, asegura.
Manuel y Antonio aseguran que hoy la palabra discriminación ya casi no los persigue. Que hubo un cambio de paradigma y que el 12 de octubre se evoca desde otra mirada. El andar lento, giran sobre sus talones y retoman la caminata en sentido inverso. Vuelven al edificio de la vieja escuela, en cuyas paredes descascaradas permanecen las huellas de quienes la habitaron. La escuela nueva espera: la galería flamante, los pisos impecables, los docentes en sus puestos. Confían en que la historia se escribirá con palabras más justas.
Crédito: Natalia Pandolfo.
Fotos: Pablo Aguirre.