Analía es escritora y docente. Tanto desde la narrativa como desde la poesía convida una literatura amigable sin ser ingenua, crítica sin ser pesimista.

 

Es el primer martes de marzo. La ventana sur de este departamento en el séptimo piso es un cuadro tapizado con el verde de las tipas; la cocina mira hacia el este, donde reina la laguna. Analía vive aquí con la tía Mirta —que entretiene a este reportero mientras se calienta el agua para el mate—; su marido, Juan Pablo, y su pequeño hijo, León. Bajamos a la costanera para charlar.

Un pibe y una piba practican tiros al arco muy cerca de donde nos ubicamos. La pelota, invariablemente, busca impactarnos. Analía la devuelve un par de veces, pateando.

TS —¿Te gusta el fútbol?

AG —Sí, pero antes era más fanática. Ahora abandoné. Fue hasta que nació él (León) y comencé a poner el deseo en otro lado, en las cosas sustanciales. Uno va evolucionando, a veces para bien a veces para mal.

León se pasea con su auto de juguete mientras Analía ceba el primer mate. Cuando ella levanta la cabeza, no lo encuentra en el primer golpe de vista. El sobresalto le dura muy poco porque el niño no se fue lejos. La maternidad atraviesa toda su vida hoy y la literatura no es una excepción.

AG —Ahora hice un vuelco en mi forma de escribir. La misma adversidad, entendida en el sentido burgués, de no poder sentarme quince minutos seguidos delante de una computadora, me obligó a no tener tiempo de ver si pongo un punto o no pongo un punto. Me dije, “querés contar algo, bueno, contalo, después lo corregís”.

TS —¿Ese vuelco abarca tanto el proceso creativo de la narrativa como el de la poesía?

AG —No, son dos ritmos distintos. Este caso es para la narrativa. La poesía implica otro proceso que, aunque el poema pueda ser narrativo, proviene de lo que me dicen las cosas de manera metafórica. Igual, tampoco hay que ser tan estancos con los géneros.

León cree que tampoco debemos ser estancos con el sitio de este paseo, quiere que bajemos a la arena. Allí vamos, a continuar con su juego y con nuestra charla, que quizá también sea una de las formas que los adultos tenemos de jugar.

AG —Yo siempre escribí. En mi casa circulaba la palabra todo el tiempo, a través de la música o por parte de mi abuelo y mi mamá que sabían recitar, lo cual pone la palabra hablada en otro ritmo. Hoy se recupera un poco esa tradición con las jam o los slam. No se le tenía miedo a la palabra puesta más allá de la charla. Mi abuelo también escribía. Preparaba recitados para cuando nacía un hijo o un sobrino. Y, aunque todos decían que no les gustaba, siempre esperaban el momento en que venía el recitado, como diciendo “a ver qué se trae el Negro ahora”.

TS —¿Esos inicios son una semilla que nos determina para siempre en la forma de escribir, en cómo abordamos los temas o cuáles elegimos?

AG —No lo sé. Intervienen muchos factores. Sí hubo parimiento de la palabra en la familia. A veces se puede gestar silencio también, en familias represivas. Al respecto, hace poco leí a Marcelo Carnero, un muchacho que se crió en una situación difícil, vivió en un conventillo, tuvo una madre ausente y un padre alcohólico. De su sufrimiento surgió una escritura poderosa, con mucho contenido social. Pero no sé si hay una correlación en estas cosas. Puede salir un asesino o un escritor.

 

Los oficios

Analía es docente de letras en escuelas secundarias. En sus escritos se ve reflejada esa vivencia. También proviene de una familia de costureras, oficio del cual extrae metáforas para su poesía y también para explicar el hecho mismo de escribir. Su blog se llama “Puntada Escondida”.

AG —Heredo la relación con la costura porque mi abuela y mi mamá son modistas. Pienso que la escritura es un tejido, si bien la metáfora no es muy nueva. Hay una puntada que no se ve, la puntada escondida para los ruedos y los dobleces. Lleva tiempo y hay que estarle para que quede bien. Creo que así trabajo también con la palabra, por más que hoy escribo casi sin pensar por mi cotidianidad, después debo dedicar un trabajo a lo que escribí para ordenar ese entramado en el cual entran un montón de cosas, de hilos: para quien o quienes escribo; desde dónde escribo, si desde la catarsis; qué pensé al momento de escribir, si lo hice para conformarme yo o para cuadrar con cierto estilo de otros, etc. Respeto mucho cualquier tipo de actividad manual, porque es poner el cuerpo y la cabeza en algo que no tiene un resultado inmediato, que lleva tiempo.

TS —¿Y de la docencia, qué es lo que más rescatás?

AG —Al principio, creí que realmente podría cambiar la vida de los chicos. Ahora me di cuenta de que mi lugar está en cambiar algo dentro del aula. Algo que, en algún momento de sus vidas, puede ayudarlos. Por ejemplo, que el adolescente enojado con el mundo lea algún texto que lo reconcilie un poco. Puede que eso no pase, porque uno no es dueño de la cabeza del otro, pero sí tiene una responsabilidad. Ahora estoy en comunión con esa responsabilidad, la llevo con más alegría y no con el peso de pensar que debo salvar algo o dar tal tema. Busco conmoverlos, generarles un cambio, ir más allá de lo que es analizar una oración… aunque, a veces, analizar una oración también puede producir un cambio.

 

Texto: Mariano Peralta

Fotos: Rocío Zeballos

Nombre de sección: Literatura

Edición: 60

 

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