Hablar, pintar, pensar, orar. Cualquier verbo aplicado al genio y figura de esta artista está impregnado de pasión. Abre la boca para relatarse y, al hacerlo, es como si pintara una de sus obras: no busca la perfección técnica sino la expresión genuina de su voz interior.
Para hablar de arte entorna los ojos y deja que la memoria la lleve al instante más lejano donde intuyó, a los cuatro años, que, a la larga, el color le marcaría el camino. Recuerda las escaleras circulares, los revocos blancos y los espacios casi monacales de Casapueblo, la invención habitable de Carlos Páez Vilaró, en Punta Ballena, Uruguay.
Lejos del mar, sin embargo, en la médula de la pampa gringa, San Justo fue la ciudad natal que la acompañó en el crecimiento y el aprendizaje. Santa Fe la recibió, a través de las puertas abiertas de la escuela “Mantovani” y, entonces, ese ojo estético precoz fue adquiriendo los rudimentos de la técnica. El tiempo y la pasión dejaron que la perfeccionara pero ella es tajante: “busco las esencias. No descanso hasta plasmar exactamente lo que necesito contar. A veces, está en un simple detalle, un toque de color, una línea. Lo descubro en mi obra o en la de otros artistas. Si no está esa impronta, no me llega”.
Hay decisiones que marcan hitos: al casarse y formar una familia abandonó el arte; cuando decidió continuar sola, junto a sus hijos, lo retomó con fuerza brutal. Desde entonces, no ha parado de crear y de confiar: “ahora estoy tranquila, tengo paz. Si tengo que escribir, pintar o dar una clase sé que llegará a mi cabeza la palabra justa, el color indicado. Entonces, me relajo absolutamente y así puedo disfrutar de cada momento”.
María Eugenia habla de los procesos creativos con la naturalidad de quien está habituada a lidiar con los desafíos de los materiales, los colores, y refiere a eso como a vuelo rasante. Se detiene, sin embargo, en los paisajes internos que la habitan, en la inspiración espiritual que la posee para pintar, casi como si fuese una fuerza que no pertenece al mundo, un arrebato. La mística es una energía que le da el poder para enfrentarse a la tela o el papel, sin saber con certeza cuál será el resultado definitivo, pero con la seguridad de que ese mecanismo inconsciente sabe de antemano la composición final: “soy creyente, he vuelto los ojos hacia adentro. Antes el ojo estético miraba hacia afuera y, después, al revés. No busco una imagen para copiar, tengo la imagen en la cabeza. Y le digo a mi alma y a mi mano que se expresen”.
Existe en el destino transitado de María Eugenia Mazzón un cruce permanente de fronteras: de niña a adulta, de estructurada a libre, de compañera a cabeza de familia. La pintura (y en estos tiempos, además, un coqueteo manifiesto con la escultura) ha sido la marca visible de sus despojos y renacimientos. Las series de obras hablan de sus fantasmas, sus miedos, monstruos, esperas, de sus recuerdos. De las figuras absurdas o deformes, casi tenebrosas, al porte regio de las gallinas —una de sus últimas producciones—, la dejan en ese espacio impreciso de quien no se detiene porque la creación es prácticamente un pulso vital: “Soy muy perfeccionista. No desde el punto de vista estrictamente estético sino desde lo que quiero expresar”.
Parece haber quedado definitivamente atrás, aquella primera mujer en la que se convirtió la niña asombrada, que se deslumbró con la casa enorme y blanca frente al mar. Porque de esa versión inicial fue parida una nueva María Eugenia, que tras vacilar unos segundos, buscando la palabra justa, deja de dudar cuando ese interior místico se lo dicta casi al oído: “una pantera. Ese es el animal con el que me identifico”, y asegura: “no tengo límite. No sé hasta dónde puedo llegar. Siento que soy capaz de luchar con fiereza por lo que quiero y por los que quiero. Y que puedo estar donde me lo proponga. Me despojé de los miedos”. Entonces, la fuerza parece infinita y deja de sonarle descabellado, como quizás le hubiera parecido años atrás, la empresa de escribir un libro, o restaurar —como lo hizo: la imagen de un Cristo yaciente, de la iglesia de su ciudad natal—, hasta darle la apariencia de lo que su alma le susurró: un hombre divino que duerme para despertar a la eternidad.
Y algo de eso late en Mazzón: la resurrección permanente, la fe creadora, la mano blanda y la decisión dura. Atributos de una mujer dispuesta a llegar adonde las ganas la lleven. Le sobra pasión para cruzar orillas.
Crédito: Fernando Marchi Schmidt
Fotos: Pablo Aguirre
Maquillaje: Mariana Gerosa