La industria cultural reconstruye aquellos años, a 40 años de la recuperación de la vida democrática y desde diferentes registros narrativos.
En la mesita del comedor, del living o de la oficina suena el teléfono o se llega hasta allí para discar un número memorizado luego de haber alzado el tubo. Si no se conoce, esa serie numérica se busca en una agenda o en la guía telefónica. Y si la urgencia se encuentra en la calle, el aparato que se utiliza es público y lleva la leyenda de Entel. Las remeras, camisas y sacos que lucen las mujeres portan hombreras. En un escritorio se emplaza una máquina de escribir, más o menos moderna, pero siempre con teclas duras, tinta en el carrete y una hoja que se imprime al instante. Algunas camperas y pantalones de jean imponen su moda nevada. Charly García ya es un ícono del rock nacional y suena en cada walkman. Como una sombra siniestra y tenebrosa, la dictadura cívico militar ha dejado severas marcas en una sociedad que empieza a caminar con pasos democráticos. El 10 de diciembre de 1983 se ha vuelto símbolo para la historia argentina. Sin embargo, el miedo se mantiene de la misma manera que se resiste, mientras los derechos no son otra cosa que motivo de sendas luchas.
Cuatro décadas más tarde, la industria cultural ancla en aquellos años para construir narrativas políticas, épicas, artísticas, personales y hasta melodramáticas. Tales registros se enlazan en la recuperación de un clima de época que se potencia en la interpelación que alcanza –como mayor o menor eficacia– en la actualidad, cuando el siglo XXI ha avanzado sin desprenderse de patrones prejuiciosos y, en ocasiones, reaccionarios.
Lo cierto es que desde que “Argentina 1985” (2022) – la película dirigida por Santiago Mitre y protagonizada por Ricardo Darín y Peter Lanzani– supo movilizar a miles de personas hasta las salas de cine, tanto los matices como las tensiones de los ’80 comenzaron a sacudir recuerdos. Y al mismo tiempo, desencadenaron un diálogo de gran potencial con la etapa sucesiva al régimen terrorífico, criminal y genocida que se inició el 24 de marzo de 1976. En efecto, la filmografía argentina ya había recorrido los convulsos ’70 a través de distintas ópticas sobre la militancia, la clandestinidad, el secuestro, la tortura y la desaparición. La novedad, entonces, ha sido construir un relato sobre los mismos sucesos, pero desde la incipiente vida democrática que tuvo como un momento trascendental el proceso de enjuiciamiento a los máximos responsables de la dictadura, enfrentados en un tribunal con las víctimas de los delitos de lesa humanidad cometidos por las fuerzas militares.
Otra perspectiva la aporta “El amor después del amor” (2023) –con dirección de Felipe Gómez Aparicio y Gonzalo Tobal–, la serie que hilvana la biografía de Fito Páez, desde su infancia, su adolescencia y su juventud; y desde la Rosario natal hasta la magnífica Buenos Aires. Aquí, los ’80 se expresan en las poéticas y las melodías de una juventud que puede transitar los Twist, Virus, García, Spinetta, Los Abuelos de la Nada, Soda Stereo –entre otros y otras tantos– y también romper esquemas siendo parte del Parakultural. Como una explosión de divina libertad, el arte de los y las jóvenes escribe un capítulo propio en aquellos tiempos (no tan alejados de las comisarías que hubieron de alojar quienes podían salir de un local nocturno cerca de la medianoche, con cabellos largos, guitarras, alcohol y alguna que otra sustancia prohibida cuando casi todo estaba prohibido).
La tercera perspectiva viene de la mano de la segunda temporada de “Argentina, Tierra de Amor y Venganza” (ATAV), una producción de la factoría Pol-Ka que emite Canal 13. Fiel al género de la telenovela, una galería de personajes –varios de ellos estereotipados– refleja y pone en conflicto no sólo la época, sino también al menos dos mentalidades de la incipiente década del 80. Por un lado, una concepción signada por la búsqueda de la verdad acerca de lo ocurrido con las personas desparecidas y los niños y niñas apropiados durante la dictadura, para lo cual la representación de Madres y Abuelas de Plaza de Mayo consolida el valor de la perseverancia a pesar del temor y del dolor, de la misma manera que los derechos humanos ganan significado en la retórica de tal período histórico. En oposición, una segunda mentalidad procura justificar lo sucedido durante la dictadura. Así, en la cristalización de los malos de la novela se inscribe la complicidad de la pata cívica que acompañó el horror. Y una tercera línea argumental de ATAV 2 fusiona las dos primeras cosmovisiones ante el protagonismo que cobra la comunidad homosexual y en sus dificultosos pasos hacia una vida plena en sociedad, debiendo lidiar con un ideario patriarcal, machista y discriminatorio. El mismo ideario y sus correlativas prácticas que velan por un modelo tradicional de familia expresado en la exigencia de mujeres convertidas en leales y decorosas esposas. Por esa razón, la inserción en la trama de las vedettes que trabajan en un teatro de revistas opera –en la misma construcción de los ’80– como un símbolo de la cosificación del cuerpo femenino atado a su impureza y un halo de deshonor.
A pesar de sus diferencias desde el punto de vista de los relatos, los géneros narrativos y los mayores o menores éxitos de público –consecuentes también de sus respectivas calidades creativas–, las tres producciones se trasladaron a los ’80 para reconstruirlos con un punto semiótico en común: cómo construir una vida democrática después del terror, cómo romper mandatos y autoritarismos –muchos internalizados en la mente y en el cuerpo–, cómo conquistar derechos y cómo avanzar con rock, con alegría, con colores, con justicia, con memoria, con verdad, con afectos y con lazos comunitarios. Tanto en la visión retrospectiva como en el anclaje dialéctico con el presente, lo que deviene es una suerte de mensaje (político) sobre las arduas peripecias que hubo de enfrentar aquella generación para darle sentido y poder a la democracia, incluidas la diversidad de expresiones y el rechazo tajante a cualquier manifestación de violencia.
Quizás el mero enunciado acerca de la importancia que encierra la aceptación de la diferencia y de la disidencia sea un mérito en estos tiempos, tan digitalizados, tan globalizados, tan amenazados por neofascismos y tan sujetos a falsas verdades. Por todo eso, resulta un sabio ejercicio observar la historia a poco de conmemorarse 40 años del retorno de la democracia en Argentina que, desde entonces, brama “Nunca más”.
Texto: María Luisa Lelli