Perricidios es la obra de teatro escrita por Lisandro Ruiz, donde actúa junto a Roberto Francucci y que es dirigida por Jésica Saez. La propuesta orbita en esta premisa: cada sujeto conserva del otro, en el afán de preservar su trascendencia y el valor que se adjudica, lo inimaginable para el sujeto guardado.

Unas palabras al lector:

—Quizás le parezcan una advertencia, aunque solo es un convite al diálogo atemporal e interno a través de este impreso.— Piénselo: Posiblemente, los objetos y memorias que les otres guarden de su transitar por esta vida mortal poco se parecerán a lo que usted desea. Sepa, desde ahora si aún lo desconoce, que no elegimos lo que las otras personas recuerdan de, con o sobre nosotres.

 

La entrevista con la pequeña manada:

Es viernes al mediodía, me acerco a entrevistar a los protagonistas. Los tres —el dramaturgo-actor, el otro actor y la escenógrafa-directora— esperan junto a unas bebidas frescas.

La historia-trampolín es una anécdota verídica de la tía abuela de Lisandro: «Me la contó tomando porrón y muertos de la risa, mi tía es una gran actriz. Me narra la historia de un robo: ella barre la vereda cuando se le acerca un muchacho y le pregunta si lo conoce, ella le pregunta si es el nieto de Fulana, él le asegura que murió, lloran juntos y se abrazan hasta que le pide dinero para el cajón. Cuando se da cuenta, el tipo se lleva el tarro con los ahorros y ella descubre que no lo conoce y que le acaba de robar»; cuenta Ruiz entre risas. Se develan los primeros ingredientes: la memoria (o la falta de ella), la confianza (o su abuso) y la creencia (o la magia que trae aparejada).

Los primeros textos fueron antes de la pandemia —ese verano del 2020—. El ovillo comenzó a rodar con una estructura inicial junto a Roberto Francucci y bajo la supervisión del maestro Raúl Kreig. Con el aislamiento sanitario, el proceso se detuvo un poco aunque continuó avanzando; y la sinergia fue transformando el texto y las actuaciones. La mirada afilada de Edgardo Dib se sumó en medio del tecnovivio para dar ajustes y virajes a la dramaturgia.

Cuando los espacios volvieron a abrirse, Jésica fue convocada para desarrollar la puesta: «Primero me ofrecieron diseñar el espacio escénico y dije que sí pensándolo como proyecto para hacer “tranqui, relaxed”. Cuando nos dimos cuenta, estaba dirigiéndolos. Fue un proceso muy natural y corto porque fui la última que se sumó al grupo, a principios de este año», cuenta la directora.

La puesta y el final llegaron la misma semana. Mientras Lisandro buscaba un sillón hamaca para dormir a su bebé, se topó con un depósito lleno de cajas de recuerdos de sus abuelos. Unos días antes, la directora le había dicho que en la puesta se priorizarían las cajas: «Tienen que ser cajas. No me pregunten por qué, pero tiene que haber cajas», cuenta Jésica. Roberto se detiene en valorar los pequeños detalles y ajustes, pero también en cómo se fue enamorando del texto durante el proceso. Lisandro sostiene: «Hay una condensación en los objetos que construyen y aportan a la metáfora.»

Hay recetas que no se pueden narrar pero que las cuentan las manos. El cuerpo recuerda todo.

Una supuesta comedia que aborda la memoria, la identidad y «las etiquetas de clasificar». Un recetario para pensar: ¿qué guardan en las cajas les otres de nosotres?

La acción que desata todo: la caca de perro en la vereda de una vecina obsesiva con la higiene que decide montar guardia y descubrir in fraganti al can-culpable. En la puesta, los dos actores desdoblan a Nelly y recrean sus diálogos internos, los cuales también ponen luz sobre otro de los ingredientes: la vejez como lugar de olvido, de pérdida de autonomía, derechos y cordura. Muestra a la vejez en una sociedad que no ve en ella la sabiduría de quien ha experimentado, sino como una etapa de descuento entre lo descartable y lo tullido.

Como contrapartida: lo desopilante de la narrativa escatológica y cómo aquello nos acerca a la infancia. La reacción: reír cuando algo nos sorprende o nos desencaja. Escuchar la palabra «sorete» con todo el cuerpo en su sonoridad, en un teatro, entra en ese código: en el público fuimos todos niños y niñas, comiendo masitas y riendo de los gestos que desprende esa palabra correctamente pronunciada.

Una persona, sus tránsitos, vínculos y sentires, ¿son etiquetables o divisibles? Los lugares que ha habitado y nutrido, ¿pueden clasificarse y guardarse en una caja? ¿Hay recetas para vivir? La obra —entre algunos de sus hilos invisibles— trae muchas preguntas, manos que amasan memoria e historias atravesadas de malentendidos y de pérdidas.

 

Texto: Victoria Bordas

Fotos: Victoria Vázquez

Nombre de sección: Artes escénicas

Edición: N° 90