Alrededor de la joven sueca Greta Thunberg y su llamado a detener el cambio climático giran las más variadas opiniones. Un recorrido por las redes y la prensa nos adentra en infinitos ejercicios por desmenuzar los orígenes de Greta, por encerrarla en su condición de pertenencia a un país del primer mundo, por señalar los límites de su lucha y hasta por denunciar su lisa y llana funcionalidad con el sistema que quiere modificar. Toda crítica es válida y, si es sincera, enriquece, pero un mínimo ejercicio de quien señala es situarse honestamente en el lugar desde el que lo hace. Lo mismo corre para la ponderación. De allí que, sin ánimo personalista, precise decir quién soy antes de hablar de Greta.

Cursé la secundaria en la escuela Pizarro, de la ciudad argentina de Santa Fe, un punto más bien sureño de Latinoamérica. A los 15 años participaba del centro de estudiantes, que presidiría durante dos períodos antes de egresar como Técnico Químico. Provengo de una familia politizada de clase media barrial, de allí que se me diera fácil y me agradara participar de un espacio colectivo, de representación; que pudiera hacer valer los conocimientos y la experiencia, más un legado de mis padres que una construcción propia, en esa temprana etapa de la vida.

No proseguiré con los detalles de mi trayectoria posterior, ya que quiero detenerme en esa edad y en esa condición: un adolescente politizado del tercer mundo, heredero de una incomodidad con la injusticia del sistema, pero lo suficientemente integrado como para no vivirla en carne propia. Para traerlo a la actualidad, mucho más cerca de Greta Thunberg que de un pibito que hace malabares en un semáforo o un gurí entrerriano con cáncer pasando sus (ojalá que no últimos) días en el Garrahan.

Ese pibe que fui, antecedente del adulto que intento ser, no tuvo el gesto. Con esto me refiero a que ese pibe hizo lo que tenía que hacer. Canalizó sus deseos, su rebeldía y la de algunas otras personas, pero aceptó ir en los estribos del sistema. Nunca se bajó, nunca dijo basta. Greta sí lo tuvo y no puedo saber si ese gesto fue facilitado por seguridades sociales y económicas de las que carecemos en el tercer mundo; si previamente fue motorizada por intereses que la exceden (tal vez, sí, posteriormente). Lo que puedo saber es que Greta dijo basta y dejó de ir a la escuela los viernes. El motivo de su huelga fue un elefante que nos pasa por la cara hace años y como sociedad decidimos ignorar o desdeñar: el desastre medioambiental provocado por un sistema cuyo último fin es maximizar y concentrar ganancias.

Claro que Greta no es la primera ambientalista, que no es la persona con más conocimiento acerca del tema, que no es una víctima directa del glifosato, del aumento del nivel del mar, la sequía o las inundaciones, los tiros y el fuego del agronegocio expansivo o el extractivismo. Sin embargo, puede ser éste el motivo por el que pudo instalar su discurso en un futuro global, una noción que suele ser una entelequia para la mayoría de quienes transcurrimos con la urgencia impuesta por nuestro modo de vida. Puede ser algo ingenua su postura, pero más ingenuo es creer que quienes llevaron el mundo a este punto están proyectando un futuro que favorezca a la mayoría de la humanidad o a la vida en el planeta.

Por el adolescente que fui, pero fundamentalmente por el que no fui, me sumo con humildad a esta ola de debates que inauguró una pibita sueca cuyo gesto fue excedido, imitado, complejizado por millones de jóvenes en todo el mundo. Recuerdo bien que me gustaba no ser subestimado a esa edad, que confiaran en mí y aceptaran mi porfía. Honrar a esta pibada es una forma de redimirnos por lo que todavía no pudimos y continuar en la construcción de un sistema que sea justo para quienes lo integran y para el entorno en el que se desenvuelve. Un sistema que, a las claras, deberá ser muy distinto al que tenemos.

Texto: Mariano Peralta

Nombre de sección: Ecología

Edición: N° 77

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