Desde hace veinte años, las tardes de los sábados son mágicas. En la pequeña sala de calle Moreno 2441, al sur de la ciudad; a partir de las cinco y media se apagan las luces, las ventanas del teatrino se abren y un universo lleno de piratas, dragones, magos, princesas y miles de animales resucita como de un sueño. Un rato después, vuelven a encenderse los reflectores, los personajes se desinflan y ellos dos vuelven a emerger en la escena.
Son Cristina Pepe y Oscar Caamaño, titiriteros de alma, quienes fundaron en 1978 la compañía El Retablo de las Maravillas. Veinte años y muchos vaivenes después llegaría la casa propia y, con ella, las funciones fijas de cada sábado. Contadores de historias por pasión y vocación, hoy les toca ser el rostro visible y narrar la suya.
Había una vez
“Esto surgió en el marco de la Universidad Católica de Santa Fe, donde los dos dábamos clases allá por los 70”, cuenta Oscar. La relación de pareja entre los docentes iría trenzando, con el paso de los años, la pertenencia al grupo y la necesidad de generar ideas, proyectos, andamios. Ambas historias fueron creciendo juntas, como una enredadera.
Hoy Cristina y Oscar tienen un hijo, cuatro nietos y un sinfín de personajes que los observan inmóviles desde la galería de la historia.
“El taller de Literatura Infantil surgió a partir de los alumnos de mi cátedra. Tuve que ponerme al día con el tema, porque en la carrera de Letras no se daba en ese entonces. Ellos querían hacer títeres. Como había una chica, Nora Carelli, que trabajaba en la Municipalidad, a través de ella invitamos a Matías Rodríguez, que era del Teatro de Títeres Municipal, para que nos asesorara. Así empezó todo”, expone Oscar, como quien inicia un cuento.
El primer montaje del Teatro de Títeres de la Universidad Católica aparece en forma de fotografía: era en base a canciones, que era el tema que investigaban entonces. Corrían los primeros años de la dictadura cívico militar. Dieron un par de funciones, pero el contexto se derrumbaba como escenografía de cartón pintado. Cerró en esos años el teatro de títeres de la provincia; el municipal quedó diezmado.
La Católica les daba la posibilidad de continuar con las funciones, pero solo al interior de la cátedra. Fue el puntapié inicial para que decidieran juntar sus bártulos e iniciar un nuevo camino, esta vez independiente. Así nacía, en 1978, El Retablo de las Maravillas.
Con la música a otra parte
En cuarenta años pasan tantas cosas que solo es posible recordarlas a través de fragmentos, como en un caleidoscopio. La gran crisis del 2001, con un crédito hipotecario recién sacado y deudas en cada rincón. La inundación de 2003, con un metro de agua en la sala y los amigos levantando escenografías, muñecos, aparatos. La cantidad de puestas y elencos concretados. Las personas que pusieron sus manos para construir este mecanismo de relojería.
Antes de la casa propia, el grupo pasó por la Asociación del Magisterio Católico y por la Unione e Benevolenza; alquiló lugares en distintas zonas y recaló en la Casa del Coro Universitario, que estaba en República de Siria y Chacabuco: allí anclarían y harían crecer el proyecto durante unos cuantos años.
“Fue un tiempo de mucha lucha. De resistir en distintos lugares, hasta poder llegar a la sede propia”, evoca Cristina. Pasaron muchísimos artistas, festivales, viajes. Oscar fue representante de la Unión Internacional de la Marioneta; trajeron titiriteros internacionales a Santa Fe, remaron contra la corriente, muchas veces con viento en contra.
La idea de la propuesta artística es que los adultos puedan mirar con los chicos. “Nos ha pasado últimamente que vienen padres y te preguntan: ‘¿A qué hora los retiramos?’ No es así como está pensado esto. La idea es que lo puedan disfrutar juntos, que el adulto pueda entregarse junto al niño. Si no, se obturan un montón de vivencias”, explica el matrimonio.
Además de los títeres, el espacio promueve la presentación de espectáculos musicales, teatro, mimo, narración oral escénica y muestras de artes plásticas y fotografía. Y se ofrecen, desde hace veinte años, distintas alternativas de talleres para toda la comunidad (Lectura, Biodanza, Mimo, Voz, entre otros).
El niño que quería ser titiritero
Ruy Acevedo era un pequeño fan. Todos los sábados levantaba el mentón y arqueaba las cejas frente al desfile de muñecos que transitaba ante su mirada maravillada.
“No me perdía una función, me encantaba. Para mí era algo mágico, difícil de describir con palabras”, cuenta hoy, ya adulto, del otro lado del teatrino: desde hace algunos años, previo paso por la Escuela Provincial de Artes Visuales Juan Mantovani, Ruy es parte del grupo y participa de las puestas como artista.
Sus padres eran compañeros de facultad con Cristina y Oscar. Cuando terminaba la función, Ruy se sumergía en el detrás de escena y los titiriteros le contaban algunos secretos.
“Poder ver cómo son los artilugios, poder pensar y proyectar con los materiales, es algo impresionante. Uno como espectador lo ve como algo ya creado, con su magia propia. Pero el proceso por el que un muñeco toma vida es maravilloso”, cuenta.
“Lo más lindo es ver la transformación que generás en el espectador. Vos les ves las caras a los chicos cuando llegan y volvés a vérselas al final. Y por más que se trata de una convención, que todos sabemos que esto es material inerte que cobra vida a través de la intervención humana, durante ese rato todos nos entregamos a la creencia de que algo está pasando allí. Ese pacto es único”, dice.
Ruy comenzó a trabajar con la compañía en 2004. Desde entonces, su lugar estuvo siempre allí, detrás del teatrino, con la mano en alto y una sonrisa en el alma.
Texto: Natalia Pandolfo
Fotos: Pablo Aguirre
Nombre de sección: Gestos y gestas
Edición: N°64