Ya a principios del siglo XX la sociedad buscó desesperadamente ser feliz. Simpleza y felicidad eran valores programados en cualquier ideología. Similar a las ideologías de entonces, no hay programa de economía actual que no incluya entre sus principales consignas la promesa de la felicidad. Alcanza con una escucha superficial a las propagandas de bancos, con sus créditos y beneficios, y a la jerga de otros tantos usureros de la dicha, como esos terapeutas y doctores de la estupidez, para captar la crueldad que anida en ese ideario de bienestar: suplementos del ánimo, compensación imaginaria, hipoteca sentimental y consuelo ideológico son algunos de los productos exacerbados. Un programa de felicidad así sólo podría funcionar gracias a un constante rechazo, como la de un maníaco que de forma recurrente expulsara la parte doliente en el empeño de realizar la felicidad pura. Pero además, lo irrealizable de tamaña empresa (porque cualquier totalidad guarda el escombro ruinoso en el cimiento de su absoluto) no dejaría de producir un discurso censor, querellante y castigador que intentaría neutralizar los efectos negativos que su extrema y utópica positividad iría segregando.
¿Por qué no consentir que la plena felicidad sin fisuras sería algo monsntruoso (único en su especie) si hasta con los animales compartimos la dignidad de la angustia? Incluso ¿por qué una felicidad intermitente y parcial sería menos feliz si apenas traspasado cierto umbral de tolerancia el placer ya se torna dolor? La felicidad bien podría ser masoquista. Y en el extremo de la generalidad, un plan de felicidad perpetrado por el Estado seguramente llevaría a la desgracia. Por otra parte, nada más aburrido que una sucesión de días hermosos, citaba Freud de Goethe. Y ya sabemos que peor que la maldad es la estupidez, pero mucho peor es el tedio, ese asesinato del azar y la sorpresa.
Parafraseando a William Burroughs, en su introducción a El almuerzo desnudo, se puede decir que la droga de la felicidad «es el producto ideal… la mercancía definitiva», sostenida en «el álgebra de la necesidad».
La droga de la felicidad es la felicidad como mandamiento de ser feliz, la felicidad reducida a necesidad de consumo de felicidad. Al fin y al cabo lo que se consume son palabras, relatos, y la felicidad como valor de cambio es el consumo de todas esas mercancías envueltas en la promesa de la dicha. Pero si el mercado de la felicidad tiene tanta demanda es porque subyace un fuerte consumo de tristeza, es decir, cobardía moral. Y acaso sea ese imperativo total a ser feliz lo que genere depresión.
Como cualquier mercancía la felicidad también puede ser comprada. Pero ¿a qué precio? Más allá de la tarifa diferencial tendrá un costo mínimo: la amputación de la historia y la inmovilidad cobarde. Falsa alegría. Todo lo líquido se solidifica en lo fóbico. Fobia que, sin embargo, no deja de ser una mancha móvil que amenaza salpicar y diluir al ser cautivo por el programa de la felicidad. Mercado de la dicha que sólo podría sustentarse en la segregación de infelices.
Pero entonces, ¿qué es la felicidad?
La felicidad no es sino la proliferación de la pregunta por la felicidad, sostenida, caída y vuelta a alzar en el tiempo: intervalos de lo erótico. Y como tal, llevará las marcas de la enunciación de quién la porte y la soporte. La felicidad es el deseo de felicidad (deseo que es otro nombre de lo indeterminado) que se realiza a condición de no realizarse nunca. Y cualquier respuesta genérica y concluyente ya sería un depresor. Pero además, y volviendo a Burroughs, una felicidad total y definitiva sería similar al almuerzo desnudo de un bocado real: «instante helado en el que todos ven lo que hay en la punta de sus tenedores».
Texto: Marcos Apolo Benitez